NEGRO SOBRE BLANCO (El escritor)
AL SALIR DEL CINE
César Bardés [colaborador]
Detrás de algunas letras famosas, provenientes de jugadores de fĂştbol, Ănclitas presentadoras, polĂticos con afán de posteridad cuando han sido pretensiĂłn de desgracia o falaces estrellas mediáticas, suele haber siempre la figura del “negro”. SĂ, hombre, es ese escritor, que sabe juntar un verbo con un sustantivo y convierte en algo cercano y amable los hechos, virtudes y milagros de quien, en realidad, está más vacĂo que una hoja de papel que luce su virginidad por todos sus rincones.
En esta ocasiĂłn, nos fijamos en un polĂtico, uno cualquiera que, ya retirado, piensa poner en negro sobre blanco las vicisitudes de su carrera en el arte del engaño y, claro, necesita a ese fantasma que teclea incansablemente y ordena todo lo que el protagonista de una vida inexistente le va diciendo. El problema de todo esto es que para contarnos una historia que brilla en su promesa tenemos a un director que, tradicionalmente, ha sido considerado un autor cuando, realmente, no lo es. Roman Polanski ha hecho buenas pelĂculas, mediocres pelĂculas y horribles pelĂculas y con este relato lo que trata es de formar una enorme bola de nieve misteriosa que se deshace con la lluvia y se queda en un mero charco, tan fácil de explorar como difuso en sus orillas. El supuesto mensaje (que no es lo que distingue a un autor) es decirnos cĂłmo, en ocasiones, los hombres que manejan los hilos del poder son, a su vez, conducidos por sombras educadas y dirigidas para ser parte, influencia, estilo y gobierno. Gobierno oculto. Gobierno en clave de tĂtere. Gobierno que en ningĂşn momento es pueblo, es poder.
Por otro lado, el polĂ©mico realizador se atreve a deslizarnos la idea de que los polĂticos son tipos de inteligencia más bien limitada y que, por váyase a saber quĂ© razones, deciden destaparlo todo a travĂ©s de una charada que está implĂcita en sus pretendidas memorias. El escritor, un ser espantoso que fue dotado con el incĂłmodo don de la curiosidad, comienza a husmear sabiendo que algo va mal. Algo va mal, sĂ. Y es que la pelĂcula no funciona, colega, asĂ que vete cogiendo el lápiz y ponte a tachar los agujeros de un guiĂłn que tiene más callejones sin salida que diáfanas autovĂas. El resultado es, como no podĂa ser menos en Polanski (y otro dĂa, con más tiempo, nos detenemos en lo que significa realmente ser un autor en el cine), es otra pelĂcula mediocre, prescindible, que cae en la tremenda falta de ortografĂa que supone el querer ser trascendente y no llegar a ajustar bien los pernos para que todo encaje. Las piezas no están engrasadas y toda la maquinaria chirrĂa como una bicicleta oxidada, de radios deteriorados y gomas de neumáticos tan lisas que el batacazo en las curvas es pura matemática.
Sin duda la pelĂcula tambiĂ©n tiene sus aciertos, como la banda sonora de Alexandre Desplat que, poco a poco, se está ganando un sitio de honor en la historia de la mĂşsica en el cine; o el trabajo de Ewan McGregor, por una vez algo más dramático y menos con esa mirada de chico extraviado; o el de Olivia Williams, una actriz que maneja con destreza la amargura, la ira, el desconcierto, la clase, la dulzura y la seducciĂłn de una mirada que comienza a llamar repetidamente la atenciĂłn. Incluso es una pequeña sorpresa ver a Eli Wallach, inolvidable Ăşltimo superviviente de la escuela de Elia Kazan, decrĂ©pito y certero en una apariciĂłn de apenas un minuto.
AsĂ que voy a terminar enseguida estas lĂneas para entregarlas al tipo que tiene que firmarlas (con suerte, no me pondrá pegas, sonreirá con esa cara de cĂnico agrio que tiene y me dirá: “Bastante bien, chaval”) y estampará en negro sobre blanco su nombre para tapar el talento fantasma que habita en mĂ y que huye como un espĂritu cuando me acerco demasiado a la verdad. Y nadie quiere leer la verdad. SĂłlo se quiere leer la verdad que esperamos para poder responder con estĂşpidos detalles tejidos de ternura y recuerdos los interrogantes de una personalidad que nunca existiĂł.
César Bardés
César Bardés [colaborador]
Detrás de algunas letras famosas, provenientes de jugadores de fĂştbol, Ănclitas presentadoras, polĂticos con afán de posteridad cuando han sido pretensiĂłn de desgracia o falaces estrellas mediáticas, suele haber siempre la figura del “negro”. SĂ, hombre, es ese escritor, que sabe juntar un verbo con un sustantivo y convierte en algo cercano y amable los hechos, virtudes y milagros de quien, en realidad, está más vacĂo que una hoja de papel que luce su virginidad por todos sus rincones.
En esta ocasiĂłn, nos fijamos en un polĂtico, uno cualquiera que, ya retirado, piensa poner en negro sobre blanco las vicisitudes de su carrera en el arte del engaño y, claro, necesita a ese fantasma que teclea incansablemente y ordena todo lo que el protagonista de una vida inexistente le va diciendo. El problema de todo esto es que para contarnos una historia que brilla en su promesa tenemos a un director que, tradicionalmente, ha sido considerado un autor cuando, realmente, no lo es. Roman Polanski ha hecho buenas pelĂculas, mediocres pelĂculas y horribles pelĂculas y con este relato lo que trata es de formar una enorme bola de nieve misteriosa que se deshace con la lluvia y se queda en un mero charco, tan fácil de explorar como difuso en sus orillas. El supuesto mensaje (que no es lo que distingue a un autor) es decirnos cĂłmo, en ocasiones, los hombres que manejan los hilos del poder son, a su vez, conducidos por sombras educadas y dirigidas para ser parte, influencia, estilo y gobierno. Gobierno oculto. Gobierno en clave de tĂtere. Gobierno que en ningĂşn momento es pueblo, es poder.
Por otro lado, el polĂ©mico realizador se atreve a deslizarnos la idea de que los polĂticos son tipos de inteligencia más bien limitada y que, por váyase a saber quĂ© razones, deciden destaparlo todo a travĂ©s de una charada que está implĂcita en sus pretendidas memorias. El escritor, un ser espantoso que fue dotado con el incĂłmodo don de la curiosidad, comienza a husmear sabiendo que algo va mal. Algo va mal, sĂ. Y es que la pelĂcula no funciona, colega, asĂ que vete cogiendo el lápiz y ponte a tachar los agujeros de un guiĂłn que tiene más callejones sin salida que diáfanas autovĂas. El resultado es, como no podĂa ser menos en Polanski (y otro dĂa, con más tiempo, nos detenemos en lo que significa realmente ser un autor en el cine), es otra pelĂcula mediocre, prescindible, que cae en la tremenda falta de ortografĂa que supone el querer ser trascendente y no llegar a ajustar bien los pernos para que todo encaje. Las piezas no están engrasadas y toda la maquinaria chirrĂa como una bicicleta oxidada, de radios deteriorados y gomas de neumáticos tan lisas que el batacazo en las curvas es pura matemática.
Sin duda la pelĂcula tambiĂ©n tiene sus aciertos, como la banda sonora de Alexandre Desplat que, poco a poco, se está ganando un sitio de honor en la historia de la mĂşsica en el cine; o el trabajo de Ewan McGregor, por una vez algo más dramático y menos con esa mirada de chico extraviado; o el de Olivia Williams, una actriz que maneja con destreza la amargura, la ira, el desconcierto, la clase, la dulzura y la seducciĂłn de una mirada que comienza a llamar repetidamente la atenciĂłn. Incluso es una pequeña sorpresa ver a Eli Wallach, inolvidable Ăşltimo superviviente de la escuela de Elia Kazan, decrĂ©pito y certero en una apariciĂłn de apenas un minuto.
AsĂ que voy a terminar enseguida estas lĂneas para entregarlas al tipo que tiene que firmarlas (con suerte, no me pondrá pegas, sonreirá con esa cara de cĂnico agrio que tiene y me dirá: “Bastante bien, chaval”) y estampará en negro sobre blanco su nombre para tapar el talento fantasma que habita en mĂ y que huye como un espĂritu cuando me acerco demasiado a la verdad. Y nadie quiere leer la verdad. SĂłlo se quiere leer la verdad que esperamos para poder responder con estĂşpidos detalles tejidos de ternura y recuerdos los interrogantes de una personalidad que nunca existiĂł.
César Bardés
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