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QUIETAS ESTÁN LAS PESTAÑAS (Biutiful)

AL SALIR DEL CINE
César Bardés
[colaborador]

Cuando se acerca la inesperada fecha de caducidad, un hombre quiere buscar desesperadamente la redención y el encaje de una vida malgastada. Desea deshacerse de las culpas que le atosigan en medio de una ciudad tan gris que no queremos mirar. Su mirada ha sucumbido hace tiempo bajo la hoguera del devenir. Ha pasado como una sombra por las calles más sucias y más bajas del mapa...y sólo anhela que no le olviden.



Su voz parece que se arrastra por su garganta con la enfermedad impregnada en sus palabras. No sabe lo que es el silencio a su alrededor porque su existencia ha sido una estúpida sucesión de hechos desafortunados que le han permitido comer, pagar el alquiler y fracasar una y otra vez. Parece que el cielo está empeñado en aplastarle, como un techo que, poco a poco, va descendiendo para hacer justicia por todas las cosas malas que ha tenido que hacer. Tiene también un don que vende con verdad y sentimiento. Puede que haya sido una mala persona por culpa del dinero pero nunca ha dejado de sufrir. Y deambula por las calles llevando consigo su maldición, su moral en trance de ruina y su conciencia quebrada, esperando un final que, por fuerza, tiene que ser maravilloso.

Alejandro González Iñárritu no es un hombre nada amable al contar sus historias. Quiere segar el espíritu con verdades completas, con rincones que preferimos ignorar. Aunque hay buena intención en una película que, sobre todo, quiere ser un homenaje a viejos y hermosos robles con figura de padres, no da al espectador ni un minuto de respiro. Barcelona es sórdida como una lluvia fría. Los personajes se mueven a través de motivaciones diversas alrededor de ese extraordinario papel que desarrolla con impresionante eficacia Javier Bardem. Hay pocos premios cuando aparecen los créditos salvo que, quizá, por unos pocos instantes, el director nos ha hecho pensar en la desgracia caprichosa que se posa donde quiere igual que la diosa fortuna, en la influencia que los adultos ejercemos en una infancia que implora por poseer compañía y seguridad, en las consecuencias que nuestros actos tienen en la vida de los demás, en el despreciable tráfico humano que es característico de nuestros tiempos y que, tan a menudo, apartamos de la cabeza. Todos somos seres humanos. Incluso los peores, aunque rara vez lo lleguemos a creer.

Por una vez, Iñárritu, al contrario que el resto de sus películas, no fragmenta sin justificación su relato y lo convierte en una lección de narrativa secuencial, comenzando por el final y terminando por el principio. Y es que la vida, esa vida que nos retrata sin piedad, está unida a la muerte, esa muerte que se nos revela como una incógnita que no corresponde a él resolver. En todo caso, tal vez el paraíso sea lo que nos imaginamos que es, sea cual sea la versión de cada uno. O puede que sea una segunda oportunidad para experimentar lo que no hemos podido vivir. Hay que ganar a la vida para tener derecho a la muerte y eso es lo que va a marcar el recuerdo de los que siguen el camino que, de forma misteriosa, siempre tiene algún desvío a la felicidad, aunque sea un término excepcionalmente relativo.

Se pasa mal. Se aparta la mirada de la luz para hundirla en la acogedora oscuridad. Se suspira hondo porque algo se está instalando en las entrañas y las hace daño con alevosía. Y, sin embargo, quietas están las pestañas porque hay remiendos de buen cine en medio de tanta desolación, de tanto arrasamiento. Al salir, la butaca está caliente por el aguante de un cuerpo que ha pedido muchas veces huir de la sala y la mirada está demasiado triste como para escribir los sentimientos que causa una película que está inmersa en un realismo sucio y natural, pero también mágico. César Bardés

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