LA INMORTALIDAD SIN NOMBRE (Anonymous)
AL SALIR DEL CINE
César Bardés [colaborador]
En aquellos tiempos en que las palabras dejaban a su paso un suave rastro de oro y por las frases desfilaban el deleite y la admiraciĂłn, un hombre se alzĂł por encima de todos los demás para poner en escena el orgullo y el prejuicio, el amor y la redenciĂłn, la poesĂa hecha vida y la oraciĂłn convertida en arte. Las musas fueron generosas con Ă©l y nosotros, los mortales, palidecimos de envidia y sufrimiento con sus tramas, con sus versos acentuados por las nubes y construidos por la divinidad de su aliento de creador. El precio fue que sus palabras pasaron a ser eslabones indispensables de la inmortalidad pero su nombre devino en un misterio que sĂłlo podĂa desvelarse a travĂ©s de la conjetura, de la inseguridad y de las maledicentes lenguas de los mediocres.
Por su pluma, el ingenio fue un mensajero alado que trasladĂł ideas y sensaciones, descripciones de una Ă©poca que se volvieron retratos hablados de felonĂas y traiciones, frescos tintados sobre los que escribir heroĂsmos y desencuentros que, desde entonces, fueron ejemplos anudados en los hechos de la Historia. Tal vez ese hombre no fue quien dijo ser, tal vez fuera alguien que quiso esconder su nombre para no ser pasto de los buitres que destrozan reputaciones con la ligereza con la que se devoran los dulces pasteles de la comidilla diaria. En su mirar cansado, habĂa una certeza sobre el mundo, un romántico paseo a la luz de una noche que brillaba en sus huellas, dudas que fueron cumbres de la escena, celos que dieron muerte al amor, enfrentamientos que hicieron imposible el sembrado de los sentimientos más puros, enardecidos discursos que invitaban a la plebe a luchar y a morir bajo los estandartes reales que reflejaban la grandeza de Inglaterra. Y es posible que una corona se agitase veloz cuando Ă©l se acercara con gramáticas nunca dichas y semánticas de descarada genialidad. Puede que ese hombre, sencillamente no tuviera nombre.
Los habitantes de la pĂ©rfida AlbiĂłn no dudan en bautizar sus dudas sobre este excepcional escritor como “el gran problema” porque no están seguros si su firma era la de William Shakespeare, o si se escondĂa bajo la máscara de Ben Jonson o si, tal vez, se hallaba bajo los ropajes del Ă©xito que Christopher Marlowe solĂa lucir en los mejores estrenos. Otros, en cambio, aseguran que era un noble que nunca quiso que su nombre se pronunciara en pĂşblico. Se fabricaron distintas teorĂas con esta idea y Maese Emmerich, director del intento, está lejos, muy lejos, de saber narrarla.
Y rabia asoma en los ojos de los que asisten a la representación, porque hay material como para apasionar al respetable que llora y siente con las sublimes escenas, la música resulta adecuada para tales lides y la ambientación resulta más que aceptable para sentirse en medio de las calles empedradas del Londres antiguo, ése en el que la evasión del teatro rogaba por hacerse un hueco en mitad de la miseria aunque los cómicos, pobres y rechazados, tuvieran que esforzarse por captar las atenciones del vulgo y de la nobleza.
Todo está mal contado, con flecos que se dispersan a cada paso, con errores flagrantes de investigación (la última obra de aquel que firmó como William Shakespeare no fue El Rey Lear sino La tempestad), desaprovechando el talento de Lady Vanessa Redgrave con un retrato de la Reina de Inglaterra que pasa por improbable, sin descifrar razones que se vuelven traiciones y confundiendo con saltos de tiempo y nombres que, si no se está versado con las vicisitudes del bardo de Stratford-upon-Avon, resultan poco familiares debido también a un reparto que resulta, vive Dios, harto precipitado.
Damas y caballeros, no dejen convencerse por algo que ni está bien explicado, ni se convierte en elemento imprescindible de una Literatura que se elevó siempre por encima de la mediocridad. Es lo que ocurre cuando hay demasiados imitadores que no saben emular la inmortalidad sin nombre.
César Bardés
César Bardés [colaborador]
En aquellos tiempos en que las palabras dejaban a su paso un suave rastro de oro y por las frases desfilaban el deleite y la admiraciĂłn, un hombre se alzĂł por encima de todos los demás para poner en escena el orgullo y el prejuicio, el amor y la redenciĂłn, la poesĂa hecha vida y la oraciĂłn convertida en arte. Las musas fueron generosas con Ă©l y nosotros, los mortales, palidecimos de envidia y sufrimiento con sus tramas, con sus versos acentuados por las nubes y construidos por la divinidad de su aliento de creador. El precio fue que sus palabras pasaron a ser eslabones indispensables de la inmortalidad pero su nombre devino en un misterio que sĂłlo podĂa desvelarse a travĂ©s de la conjetura, de la inseguridad y de las maledicentes lenguas de los mediocres.
Por su pluma, el ingenio fue un mensajero alado que trasladĂł ideas y sensaciones, descripciones de una Ă©poca que se volvieron retratos hablados de felonĂas y traiciones, frescos tintados sobre los que escribir heroĂsmos y desencuentros que, desde entonces, fueron ejemplos anudados en los hechos de la Historia. Tal vez ese hombre no fue quien dijo ser, tal vez fuera alguien que quiso esconder su nombre para no ser pasto de los buitres que destrozan reputaciones con la ligereza con la que se devoran los dulces pasteles de la comidilla diaria. En su mirar cansado, habĂa una certeza sobre el mundo, un romántico paseo a la luz de una noche que brillaba en sus huellas, dudas que fueron cumbres de la escena, celos que dieron muerte al amor, enfrentamientos que hicieron imposible el sembrado de los sentimientos más puros, enardecidos discursos que invitaban a la plebe a luchar y a morir bajo los estandartes reales que reflejaban la grandeza de Inglaterra. Y es posible que una corona se agitase veloz cuando Ă©l se acercara con gramáticas nunca dichas y semánticas de descarada genialidad. Puede que ese hombre, sencillamente no tuviera nombre.
Los habitantes de la pĂ©rfida AlbiĂłn no dudan en bautizar sus dudas sobre este excepcional escritor como “el gran problema” porque no están seguros si su firma era la de William Shakespeare, o si se escondĂa bajo la máscara de Ben Jonson o si, tal vez, se hallaba bajo los ropajes del Ă©xito que Christopher Marlowe solĂa lucir en los mejores estrenos. Otros, en cambio, aseguran que era un noble que nunca quiso que su nombre se pronunciara en pĂşblico. Se fabricaron distintas teorĂas con esta idea y Maese Emmerich, director del intento, está lejos, muy lejos, de saber narrarla.
Y rabia asoma en los ojos de los que asisten a la representación, porque hay material como para apasionar al respetable que llora y siente con las sublimes escenas, la música resulta adecuada para tales lides y la ambientación resulta más que aceptable para sentirse en medio de las calles empedradas del Londres antiguo, ése en el que la evasión del teatro rogaba por hacerse un hueco en mitad de la miseria aunque los cómicos, pobres y rechazados, tuvieran que esforzarse por captar las atenciones del vulgo y de la nobleza.
Todo está mal contado, con flecos que se dispersan a cada paso, con errores flagrantes de investigación (la última obra de aquel que firmó como William Shakespeare no fue El Rey Lear sino La tempestad), desaprovechando el talento de Lady Vanessa Redgrave con un retrato de la Reina de Inglaterra que pasa por improbable, sin descifrar razones que se vuelven traiciones y confundiendo con saltos de tiempo y nombres que, si no se está versado con las vicisitudes del bardo de Stratford-upon-Avon, resultan poco familiares debido también a un reparto que resulta, vive Dios, harto precipitado.
Damas y caballeros, no dejen convencerse por algo que ni está bien explicado, ni se convierte en elemento imprescindible de una Literatura que se elevó siempre por encima de la mediocridad. Es lo que ocurre cuando hay demasiados imitadores que no saben emular la inmortalidad sin nombre.
César Bardés
por lo visto en estos tiempos nadie se libra de una crisis ni siquiera los ingleses. Si no es econĂłmica es de identidad.
ResponderEliminarE, incluso, de creatividad dirĂa yo. Saludos, Fu.
ResponderEliminar