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Inundaciones


  
Francisco M. Navas [colaboraciones].-

Nos toca sufrir de nuevo con las imágenes de cientos de familias en la provincia de Cádiz aterrorizadas por las lluvias de los últimos días. Parece mentira que en el año 2013 todavía tengamos que soportar periódicamente una serie de inundaciones por culpa de la negligencia de los poderes públicos. (FOTOS: Aspecto del Río Iro en 2010, a su paso por Chiclana).

Digo esto porque no estamos hablando de un huracán, ni de un ciclón, que son fuerzas de la naturaleza hasta cierto punto previsibles pero imparables, sino de una simple semana de lluvias que harían sonreír a la ciudadanía de Alemania o de Francia. No es posible que a estas alturas, cada vez que caen cuatro gotas, se interrumpa el suministro eléctrico y se inunden un montón de hogares, con el perjuicio económico que todo ello supone para personas, generalmente, de condición humilde.

Aquí no tenemos Danubios, ni Volgas, ni Ródanos, ni ríos que se le parezcan. Nuestro país, el segundo más montañoso de Europa es, probablemente, el más seco de clima de toda la Unión Europea, lo que para nada se corresponde con la cantidad de inundaciones que se producen cada vez que llueve durante más de dos días seguidos.

Muchos son los factores que contribuyen, año tras año, a semejante disparate. El boom inmobiliario, además de sumirnos en una depresión económica sin precedentes, de la mano de la especulación persistentemente practicada por la banca con nuestros ahorros,  ha afectado directamente a la escorrentía natural de las aguas, pues se ha edificado en arroyos, cañadas, vados naturales y en todo tipo de terrenos que antes pertenecían, de manera natural, al curso de las aguas.

EFECTO DEVASTADOR

Si además tenemos en cuenta que aquí, cuando llueve de forma torrencial, lo hace sobre terrenos despoblados casi siempre de vegetación, el arrastre de tierras, piedras y demás agentes extraños, produce un efecto devastador sobre unos cauces naturales generalmente sucios, cegados las más veces por los sedimentos, sin mantenimiento alguno, y sin propósito de mantenerlos en perfecto estado en un futuro por parte de todas y cada una de las administraciones que tienen competencia en este tema.

El agua de la lluvia, como cualquier elemento existente en la superficie de nuestro planeta, se rige por una ley muy simple: la gravedad. Pero al ser un elemento dinámico, y no estático como una montaña, tenderá siempre a buscar el punto más bajo para encontrar su estado de reposo.

Por todo ello, si ampliamos su discurrir natural con pendientes acentuadas, con obstrucciones o con estrechamientos  innecesarios, la fuerza del agua de lluvia se multiplica por diez, y como el agua siempre busca su camino, acabará derrumbando muros, inundando casas, arrastrando consigo todo lo que encuentre a su paso.

Continuamente, siempre a toro pasado, se reflexiona colectivamente sobre la tremenda tragedia que suponen las inundaciones, cómo muchas familias pierden no sólo sus casas y enseres, sino en muchas ocasiones sus rebaños, sus cosechas y hasta sus recuerdos.

PASARSE LA PELOTA

Los poderes públicos acaban pasándose la pelota unos a otros, las aseguradoras se hacen las remolonas a la hora de pagar las correspondientes indemnizaciones y el vecindario se queda con cara de tonto, año tras año, constatando en el día a día cómo se levanta de vez en cuando el pavimento de muchas calles en el centro de las ciudades, cambiando adoquines por asfalto y asfalto por granito o mármol, mientras rara vez se liberan periódicamente partidas económicas para limpiar el cauce de los ríos, de las cañadas, de las acequias. 

Hoy contemplamos, expectantes, cómo el Guadalete, un río que casi no alcanza la categoría de tal, puede desbordarse en el Puerto de Santa María, tras haberse desbordado ya en la comarca de Jerez de la Frontera. Y mirando hacia atrás, podemos recordar cómo se inundó Chiclana hace ya tres años, o en 1965, cuando el agua llegó hasta el primer piso de muchas viviendas del centro de la ciudad.

Tuvo que ocurrir aquella desgracia colectiva para que se construyese un muro que sirvió para soportar milagrosamente la última gran crecida del río Iro, el “Amazonas” de Andalucía, que se quedó a cuatro dedos de desbordarse.

Conceptos como estudio de los fenómenos naturales, planificación, corrección de errores anteriores o simplemente aplicación del sentido común parece que están ausentes del vocabulario y del ideario de nuestros poderes públicos. Tampoco deben figurar en la  práctica cotidiana de nuestros tan traídos y llevados técnicos, los cuales, al estar sometidos a los criterios de los políticos, desarrollan las más veces su labor a tontas y a locas, guardándose sus propias opiniones por la cuenta que les trae.

Menos mal que, en caso de duda, tenemos a la Agencia Andaluza del Agua que, ante la repetición de una inundación en un lugar determinado, aunque fuese tristemente anunciada por las causas que he expuesto anteriormente, declara la zona en cuestión como inundable, y se acabó el problema. Todo ello con el beneplácito de las aseguradoras, claro.