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Al salir del cine: LOS ACORDES DEL FRACASO (A propósito de Llewyn Davis)

César Bardés [colaborador].-

Las cuerdas de la guitarra ya están demasiado rasgadas como para seguir sonando. El frío aprieta y el fracaso permanece. El humo ciega los ojos y la oscuridad es solo un refugio pasajero, una invitación para sentir la música que nunca llegará a ser escuchada. Todo es un golpe que se repite, todo es una derrota que vuelve, todo es un simple deseo de descansar haciendo una pasión que se esconde. El retrato del perdedor. La instantánea de una noche que nunca acaba.

La oportunidad no existe porque no hay salidas rápidas hacia el éxito. Alguien se despide y, justo a continuación, otro se despide de otra manera y gusta más. Y no hay causas ni explicaciones. Solo es el triunfo que se va, como un gato callejero, con quien le da la gana. No tiene por qué ser el que más lo merezca. Basta con que sea el más escuchado. Y de ahí nacen los mitos. De la suerte y del aire que transporta los acordes al más indicado, en el momento justo, en el ambiente más favorable. Lo demás son solo viajes de ida y vuelta, darse contra un muro que se empeña en permanecer incólume, asumir la perplejidad de un entorno que es absurdo por sí mismo y que, cuando no lo es, uno mismo lo convierte en esperpento. Es como estar perdido en medio de una tormenta y empecinarse en nadar. Todo es inútil. La corriente se llevará todo y, al que menos puede, lo hunde hacia abajo.

La vida es un reflejo de esa música que merece tener un sitio, que nace con la vocación de decir algo bueno. Porque, como bien marca una partitura, habrá un principio que tendrá que ser tocado otra vez para finalizar, existirán notas sostenidas que quieran ser disonantes para que todo tenga un cierto sentido, habrá errores en la ejecución y claves de sol que busquen el fa. Subsistir con un pentagrama condenado ya es un éxito pero nunca es suficiente, no...nunca lo es. Porque cuando uno hace lo que le gusta desea un lugar allí arriba, bajo los focos, con el aplauso como compañía, con el reconocimiento como recompensa y durmiendo en una cama que hace mucho que ya huyó hacia mañanas más calientes.

Una vez más, los hermanos Coen han hecho una película excepcional a través de una radiografía de un fracaso que nunca llegó a ser ni el germen del éxito. Han conseguido que haya una cejilla en la cara del espectador que le obligue a una sonrisa esporádica incluso cuando la amargura es la tónica dominante. Han sacado lo mejor de Oscar Isaac para ofrecer a un actor que sabe en qué registro moverse y en qué momentos lucirse. Y, sobre todo, han dejado una mirada de cariño hacia todo ese talento que está ahí, en esas calles mojadas y frías y que nunca podrá ver la luz porque no hay nadie que quiera verlo, ni escucharlo, ni sentirlo, ni presentirlo. Dentro de ese Llewyn Davis al que da vida Oscar Isaac podemos atisbar la ilusión, el descuido, la tristeza, la rabia, la bondad, la ingenuidad, el aburrimiento, el cansancio, la verdad, la mentira, la humillación, el orgullo maltrecho, la nada repetida. Él es esa guitarra que se lamenta con una canción diciendo que ha caminado por todos los senderos y que más vale que le cuelguen porque ya no tiene a dónde ir, pobre muchacho, ya no tiene a dónde ir.

Y es entonces cuando nos damos cuenta de la belleza que posee el fracaso porque en él reside el instinto del que sabe que no importa que la cara se restriegue contra una acera mojada. La partitura está ahí y es lo que queda, aunque nadie se agache a recogerla, aunque nadie le dé más importancia que dos o tres minutos de sentirse bien gracias a unos acordes que han sonado para ganar por mucho que la vida se haya obsesionado con no conceder ni un respiro. El éxito, al fin y al cabo, viene y se va. El fracaso siempre vuelve en una interminable rueda del destino. Y aún así no hay que dejar de tocar esa melodía que a alguien, una vez, le hizo sentir diferente.         

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