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El secreto (II)

José Antonio Sanduvete [colaborador]

Y luego llegas a casa y extraes la conclusión de que las casualidades no existen. No en ese porcentaje, al menos. Empiezas a buscar micrófonos en las lámparas, cámaras detrás de los cuadros colgados en el salón, ese retrato en lienzo que misteriosamente abre, en sus ojos, agujeros por los que se introducen miradas escrutadoras.

En esos momentos da igual lo que te digan. Las excusas y las explicaciones de los demás, de hecho, acrecientan tus sospechas. Todos saben algo que tú ignoras, y por momentos te sientes un Truman en tu show personal, una víctima de un Gran Hermano que vigila todos tus movimientos con intenciones malévolas.

Porque no tiene sentido que todo salga tan mal. No todo; no tan mal; no todo el tiempo. Semejante cadena de fracasos, decepciones y fatalidades van más allá de cualquier posibilidad estadísticas.

Llegas a la conclusión de que hay alguien, o algo, en algún lugar, que te observa y cuida expresamente de que todo te salga mal. Una mano negra, un cerebro gris. Y todos lo saben, probablemente sean agentes encargados de que el plan triunfe. Por eso todos te siguen con la mirada, alimañas desalmadas, por eso callan cuando te acercas, porque no hay nada mejor que hacer creer a la víctima de una conspiración que su situación es sólo fruto de un destino funesto.

Entonces te preguntas el porqué, y no encuentras razón alguna. Eres tú como pueden ser otros. Pero eres tú, desde luego, y mientras te comes el coco, mientras confías en gente que finge entenderte, mientras te desesperas esperando que cambie tu suerte alguien, en algún lugar, se lo está pasando bien, pero que realmente bien a tu costa...


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