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LOS AÑOS DEL DESTINO (Baaría)

AL SALIR DEL CINE
César Bardés
[colaborador]

Un niño corre. Corre por las calles de su pueblo siciliano. Corre como el viento antes de que la vida pase. Corre hasta que se olvida del aliento en alguna esquina pronunciada. Corre hacia el futuro que no es más que el sueño del pasado. Corre por la dignidad de hacer algo antes de que se seque un escupitajo en la calzada. Corre, niño, corre. Tal vez, te cruces con un niño que es tu padre huyendo de un tiempo que aún está por venir.



En ese castigo que es la vida imaginada, pasamos por las turbulencias de una época que corrompió a los políticos, se izaron banderas rojas pensando en revoluciones que nunca se ganaron, se dejan pasar los años que van trazando los destinos en aras de enamoramientos, partos, desgracias, costumbres, juegos, suertes y bandazos. En medio de todo, un hombre que intentó hacer mucho por los demás e hizo muy poco por aquellos que lo rodeaban. Quizás estuvo muy poco convincente. La vida debería ser entusiasmo y no decepción acentuada con algunas gracias propias de la buena gente criada en una calle que pasó del polvo al asfalto en un amén, en un periquete, en el tiempo que tarda un niño en ir corriendo al estanco a por una cajetilla de tabaco a cambio de veinte liras. El premio de la miseria.

Giuseppe Tornatore me transportó a otro mundo, lleno de emoción y ternura en Cinema Paradiso, me dejó alucinado con las disquisiciones burocráticas de un cuento casi religioso en Pura formalidad, me arrastró hacia la precisión con Malena, me endulzó hasta la saciedad con Están todos bien, me decepcionó profundamente con El hombre de las estrellas y con esta película...simplemente me deja indiferente. Y lo hace porque intenta abarcar demasiados capítulos de tres generaciones con un resultado que se antoja deslavazado, bienintencionado y vulgar. Sabe dar en la diana con unas cuantas pinceladas de costumbrismo y juega a su favor con una baza realmente ganadora como es la extraordinaria partitura de Ennio Morricone que compone una sinfonía impresionista de colorido y belleza que no deja de sonar en las dos horas y veinte minutos que dura la película. Más allá de eso, quiere parecerse demasiado al Bertolucci de Novecento y no es ni la mitad de incisivo, ni un tercio de militante. Se limita a retratar episodios, más o menos graciosos, pero que no pasan de ser ejercicios de grandeza que evidencian una mediocridad bien hecha.

No cabe duda de que habría que destacar el trabajo de Ángela Molina, que consigue adaptarse al repetitivo papel que adopta la mujer dentro de toda la historia que no es otro que el de sufrida esposa, de cocinera de aroma y pueblo y que, ante todo, es madre. Mientras tanto, Tornatore nos va haciendo desfilar ante tantas secuencias protagonizadas por tal número de personajes que ninguno de ellos está bien retratado, son marionetas con bastidores de producción lujosa y, eso sí, sigue teniendo un particular buen gusto a la hora de elegir los emplazamientos de cámara, con unos movimientos llenos de clase y dentro de la más absoluta y elogiable de las sobriedades.

Así que los años del destino van cambiando las fachadas de los comercios, las ropas de las gentes, llenando de coches las calles y vaciando de vacas las casas mientras llega un punto en el que podemos darnos cuenta de que puede que no corriéramos lo suficiente, que no estuviéramos prestos a la despedida, que no diéramos talla de hombres y que nos quedáramos en ignorancia con cultura predicada. Así llegan a lo más alto algunos políticos que, siendo corruptos, prefieren que se hable de ellos aunque sea mal porque es uno de los pasos para el futuro. Y el futuro es algo que forma parte de nosotros igual que el pasado, o igual que unas botas lustrosas, o igual que aquel beso que se quedó en el aire a medio camino entre mis labios y tu cuello.

César Bardés


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