Un café con los muertos
José Antonio Sanduvete [colaborador]
Volví a despertar la sana costumbre de invocar a un muerto e invitarle a tomar un café. Los muertos nunca mienten, los muertos no se contradicen; si mintieron y se contradijeron en vida, ya han dejado de hacerlo. Ahora, si acaso, los muertos, o aquello que hiceron y dijeron, están a expensas de las malinterpretaciones de los vivos.
Pero los principales culpables de eso son los propios vivos...
Invité a Hans Christian Andersen. Prefería té, de modo que preparé en un momento unas tazas. Hablamos de lo triste que es estar vivo ("estar muerto es igual de triste", me dijo, lo que no me sorprendió especialmente), de la angustia y de la contradicción entre la necesidad de querer ser alguien para que la vida adquiera sentido, la ambigüedad del no saber qué se quiere ser y la conciencia de que tal vez la solución definitiva a la angustia sería no querer nada.
Hablamos de sus creaciones ("qué cruel aquel que crea una vida, aunque esta sea de ficción"). De la trágica vida de la Sirenita, de la crueldad de un mundo incapaz de aceptar a el Patito Feo hasta que este no logró convertirse en uno más, de la vida de sufrimiento que le esperaría a Pulgarcita por su cobardía e indecisión, del final triste del Soldadito de Plomo y de la Pequeña Cerillera ("todos los finales, en realidad, son tristes; nadie puede comer perdices eternamente").
Cometí el error de hablarle de los tiempos modernos. No es aconsejable, bajo ningún concepto, hablarle a los muertos de los tiempos modernos:
- Ah, ¿y dices que existen versiones cinematográficas de mis cuentos? ¡Excelente! Tal vez debería visionarlas...
- Ni se te ocurra.
- ¿Por qué?
- Ni te imaginas cómo el hombre moderno se ha especializado en pervertir y banalizar la belleza, en convertir la trascendencia en superficialidad, en disfrazar todo lo que huela a sinsentido...
- Bah, no será para tanto.
Y fue a buscarlas. Son cabezotas estos daneses. A saber dónde estará ahora. Si las "visionó", como él decía, seguro que se volvió tan rápido como pudo al lugar de donde vino. Igual tendría que dejar de invitar a los muertos y limitarme a ser yo quien vaya a visitarles a su mundo...
Volví a despertar la sana costumbre de invocar a un muerto e invitarle a tomar un café. Los muertos nunca mienten, los muertos no se contradicen; si mintieron y se contradijeron en vida, ya han dejado de hacerlo. Ahora, si acaso, los muertos, o aquello que hiceron y dijeron, están a expensas de las malinterpretaciones de los vivos.
Pero los principales culpables de eso son los propios vivos...
Invité a Hans Christian Andersen. Prefería té, de modo que preparé en un momento unas tazas. Hablamos de lo triste que es estar vivo ("estar muerto es igual de triste", me dijo, lo que no me sorprendió especialmente), de la angustia y de la contradicción entre la necesidad de querer ser alguien para que la vida adquiera sentido, la ambigüedad del no saber qué se quiere ser y la conciencia de que tal vez la solución definitiva a la angustia sería no querer nada.
Hablamos de sus creaciones ("qué cruel aquel que crea una vida, aunque esta sea de ficción"). De la trágica vida de la Sirenita, de la crueldad de un mundo incapaz de aceptar a el Patito Feo hasta que este no logró convertirse en uno más, de la vida de sufrimiento que le esperaría a Pulgarcita por su cobardía e indecisión, del final triste del Soldadito de Plomo y de la Pequeña Cerillera ("todos los finales, en realidad, son tristes; nadie puede comer perdices eternamente").
Cometí el error de hablarle de los tiempos modernos. No es aconsejable, bajo ningún concepto, hablarle a los muertos de los tiempos modernos:
- Ah, ¿y dices que existen versiones cinematográficas de mis cuentos? ¡Excelente! Tal vez debería visionarlas...
- Ni se te ocurra.
- ¿Por qué?
- Ni te imaginas cómo el hombre moderno se ha especializado en pervertir y banalizar la belleza, en convertir la trascendencia en superficialidad, en disfrazar todo lo que huela a sinsentido...
- Bah, no será para tanto.
Y fue a buscarlas. Son cabezotas estos daneses. A saber dónde estará ahora. Si las "visionó", como él decía, seguro que se volvió tan rápido como pudo al lugar de donde vino. Igual tendría que dejar de invitar a los muertos y limitarme a ser yo quien vaya a visitarles a su mundo...
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