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CON EL AGUA EN LOS TALONES (The tourist)

AL SALIR DEL CINE
César Bardés
[colaborador]

Había una vez un director inglés algo maniático que solía hacer películas trepidantes sin atarse a ninguna lógica aparente. Su gran mérito consistía en que esa ausencia de lógica pasase desapercibida para el público porque estaba inmerso en un gran rato de entretenimiento y de cohesión cinematográfica que se antojaba irrepetible. Y además tenía otra virtud que se convertía en pasión y no era otra que conseguir que el conjunto no se resquebrajase a fuerza de ritmo, de pensamiento y de suspense.



El nombre de ese tipo que sabía manejar un poco una cámara era Alfred Hitchcock y ha dado la casualidad de que, pasados los años, quien más quien menos ha querido parecerse un poco a él. Y aquí tenemos un ejemplo de lo que es una mala imitación por varias razones. La primera de ellas es que Angelina Jolie no es Grace Kelly ni en la sombra de los ojos. La segunda de ellas es que Johnny Depp no es Cary Grant ni en el faldón del smoking. La tercera de ellas es que el director, Florian Henckel Von Donnersmarck sabe dónde colocar una cámara pero no tiene ni idea de lo que tiene que pasar por delante de ella para dar con el punto justo, con esa sucesión de momentos álgidos articulados en torno a una secuencia suprema. Se ve el cartón, Florian, y la culpa es de quien dirige.

No es lo mismo, aunque lo parezca, ignorar la lógica que bombardearla con el fin de intentar sorprender aún más al público. Igual que, por mucho que se esfuerce el director de La vida de los otros, esto no se parece a Con la muerte en los talones ni en la suela de los zapatos. Es previsible hasta la náusea y la cuestión es que con Hitchcock las cosas funcionaban por su sentido del montaje, porque traía la película pensada al milímetro antes de dar el primer golpe de manivela y aquí hay mucho fondo de lujo, joyas, hombros al descubierto, hombres equivocados como paradigmas del falso culpable y la seguridad de que tanta impostura hubiera hecho maldecir al maestro británico con alguna de sus famosas salidas de tono.
Lo peor de todo es que habĂ­a gente en el cine que daba autĂ©nticos saltos de alegrĂ­a mientras veĂ­an esta pelĂ­cula que hacĂ­a tantas aguas que le llegaba a los talones y humedecĂ­a las plantas de los pies. AsĂ­, claro, no importa quĂ© pelĂ­cula se haga porque el pĂşblico lo va a tragar igual, se lo va a pasar chupi lerendi y además se queda como quĂ© original es la cosa que no la hemos visto nunca. Leer mucho, se quiera o no, agudiza el sentido crĂ­tico a la hora de opinar sobre un libro. Ver muchas pelĂ­culas puede que ensanche horizontes para saber dĂłnde está la autĂ©ntica maestrĂ­a ¿o no?

En cuanto a las interpretaciones, simplemente, no existen. Angelina Jolie y Johnny Depp podrían ser perfectamente Agripina de la Maza y Miguel Chundarata, da exactamente igual. Incluso se intuye algo de vergüenza ajena ver al pobre de Paul Bettany intentando dotar de algo de intensidad a un personaje que tiene menos fondo que un charco de ranas y eso que Venecia está llena de canales. Hasta sale Timothy Dalton aportando lo que siempre ha sabido hacer, es decir, nada. Así que sigamos jaleando estas producciones insípidas que no llevan a ninguna parte, riamos muy alto como diciendo que estamos pasando un rato inolvidable, digamos a voz en grito, sobre todo para que se entere el sufrido vecino de al lado, que está genial este detalle o aquella broma y, por supuesto, alabemos el giro final de la película como algo inesperado y revestido de ciertas dosis de talento. El resultado será que tendremos un montón de películas como ésta. Tan vacías, tan fallidas, tan precipitadas en la mediocridad que no nos quedará pelo en muy pocos días. Y después del pelo, viene la carne. Y después de la carne, las ideas.

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