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DENTRO DEL ESPEJISMO (Camino a la libertad)

AL SALIR DEL CINE
César Bardés
[colaborador]

A través de las ardientes dunas del infierno y de las estepas heladas cerca del cielo, unos hombres se introducen en ese espejismo que siempre ha sido la libertad. Han hecho su elección basándose en que es preferible la muerte bajo el yugo de la extenuación que guillotinados por la humillación de un gulag donde los espíritus mueren, los sueños desaparecen y no queda nada bajo la piel salvo unos pobres huesos que perpetuar por la simple inercia del sobrevivir.



El relato de una odisea del caminar entre mares de arena y desiertos de nieve es el motivo principal de una película que decepciona con cierto estrépito aburrido porque detrás de las cámaras hay un director de la experiencia y pericia de Peter Weir. Allí donde había un director entusiasta, con sentido de la aventura y preciso en la excepcional Master and Commander, encontramos a un tipo que es moroso en la narración, torpe en la resolución, que intenta basar la trama de su historia en la relación entre caracteres y comete errores de altura imperdonable como la introducción precipitada de personajes o la elipsis de toda evasión convirtiendo los problemas en naderías. Ahí están como ejemplos la fuga con la alambrada como principal problema y nos lo hurta con premeditación y alevosía y remata con que hay que cruzar una vía de tren que está estrechamente vigilada y resulta que, de buenas a primeras, ya no hay vía. Además, Weir quiere retener en la escena algo del aliento épico que imprimía David Lean a sus películas con esa fusión de los personajes con el paisaje que el maestro británico sabía situar en una jungla como en El puente sobre el río Kwai, o en el gigantesco y temible desierto de Lawrence de Arabia, o en las heladas estepas revolucionarias de Doctor Zhivago, o en la inclemencia del mar encrespado e hiriente de La hija de Ryan. El caso es que lo que le sale aquí a Weir es una serie de planos en los que se anda mucho y se avanza muy, muy poco.

Para darle más pescado seco a todo el viaje, Weir tiene a su disposición un reparto que se sitúa claramente en el lado de la descompensación porque poner a cualquiera de estos actores al lado de Ed Harris es poco menos que un ejercicio de sadismo. Colin Farrell, aunque parezca mentira, hace lo único que sabe hacer, es decir, es el chico de la chupa pero que cambia el cuero por el abrigo raído y el asfalto por la tundra. Lo de Jim Sturgess parece de chiste al situarlo como protagonista de una historia que expone sus limitaciones con un descarnado realismo y que deja un vacío en la cúspide de la película que hace que todo el entramado se difumine en unos paisajes que ni siquiera están bien fotografiados porque parece que se ha tenido hasta miedo de poner unos objetivos lo suficientemente grandes como para querer impresionar.

La rabia está en que lo que se quiere contar no deja de tener un cierto tinte de emoción, un deseo de ser grande cuando todo es demasiado pequeño. Hay hasta algunos errores de continuidad flagrantes y se desaprovecha con cierto desprecio tener en nómina a un actor que no sale de su papel de secundario aunque nos está acostumbrando a ofrecer cosas interesantes como Mark Strong. Y al final, el espectador se hunde en la butaca con los ojos encallecidos de tanto mirar y perder casi dos horas y cuarto buscando ser conmovido y lo único que se ha conseguido es una repetitiva sucesión de situaciones extremas mil veces vistas y una seguridad desquiciante de que, a los diez minutos de salir de la sala, se va a olvidar una historia que podría haberse trabajado más, haberse agarrado más por las solapas y menos por las botas, haberse convertido en un relato de heroísmo e impacto. Y es que narrar el precio de la libertad es una tarea que se antoja demasiado difícil en unos tiempos en los que corren vientos de cinismo, de dureza y de relativismo en los valores más fundamentales.

César Bardés

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