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CLAVE: DESENFADO (Red)

AL SALIR DEL CINE
César Bardés
[colaborador]

No hay nada mejor en el cine que juntar a un grupo de actores veteranos, sobrados en lo dramático y maestros en el desenfado para tener una idea de la versatilidad que pueden tener, de lo bien que se lo pueden pasar y de lo mejor aún que hacen pasar al público. Con fórmulas manidas, tópicos repetidos hasta la saciedad e imposibilidades cercanas a la pirueta circense, consiguen cifrar un código rojo cuyo objetivo es la diversión.



Así, nos ponemos con Bruce Willis en la piel de un jubilado aburrido, presa de la rutina, que para tener algo de emoción en la vida se dedica a inventarse pretextos para charlar con la chica que ha gestionado su pensión. Seguimos con Morgan Freeman, antiguo jefe de operaciones de un escuadrón de la muerte de la C.I.A que rumia su retiro en un hogar para ancianos. Añadimos un toque femenino lleno de encanto y sofisticación con Helen Mirren, magistral en su faceta asesina que llega a inspirar temor cuando mira a través del objetivo. Se añade la chica que no tiene nada que ver y que queda fascinada por el mundo del suspense y de las trampas propias del espionaje con la espontaneidad de Mary Louise Parker. Y ponemos el toque de humor con un excepcional John Malkovich que, sin ninguna vergüenza por su parte, se dedica a robar escenas a todos con su papel de paranoico afectado por un experimento con drogas que, además, tiene razón en todas sus esquizofrenias. Al otro lado, se coloca la señora de David Mamet, Rebecca Pidgeon, eficaz y odiosa en su encarnación fría y metódica de la urdidora de todo un plan, se junta con Richard Dreyfuss, un tipo de esos que se mueven entre sombras para ser los auténticos señores del poder y, por último, tenemos un pleno de elegancia con un agente de campo impasible y concienzudo en el mejor sentido del término en la piel de Karl Urban. Ah, y por supuesto, tenemos un rato para el gozo con ese encargado de archivos, genuino poseedor de secretos y experiencias, con sus característicos andares y sus miradas de longitud en el viejo y maravilloso Ernest Borgnine.

Ésa es la primera fórmula para que la película funcione. La segunda es muy clara: la película no se toma absolutamente nada en serio. Se pasa un gran rato e importa tres cartuchos de dinamita que la lógica se ausente. Hay humor, situaciones imposibles, acción en cascada, baches narrativos hacia el final de la película pero lo mejor de todo es que da exactamente igual (por cierto, eso desmonta las teorías de algunos chupatintas que creen que a algunos críticos sólo nos importa el argumento) porque la clave de todo radica en el desenfado, en la cara de todos estos grandes actores (sí, incluso Willis es mejor de lo que parece) que entornan continuamente los ojos, como queriendo decir al espectador que ellos tampoco se lo creen. La dirección es ágil, rápida, sin descanso, con algún error de bulto como la pelea mal planificada entre Urban y Willis y, ante todo, sorprendente en algunas de sus transiciones sobre todo proviniendo de un tipo como Robert Schwentke, que llegó a aburrir a las ovejas con aquel pastelón llamado Más allá del tiempo. Yo, de ustedes, no perdería un segundo. Me iría a comprar un par de ametralladoras con toda la munición posible a base de carcajadas y me aposentaría en la butaca dispuesto a disfrutar de una cosa sin pies ni cabeza pero que te deja un sabor dulce y sonriente. Se sale contento del cine, sabiendo que no se ha visto nada que deje una huella imborrable pero con la sensación de que el cine, por una vez, ha conseguido su meta primitiva que no es otra que la de entretener. Con muchos disparos, muchas explosiones pero, sobre todo, un bote inflamable de humor del bueno, dicho y hecho por gente de mucha clase. Todo mentira salvo la risa pero en los tiempos que corren eso es tener una licencia para reventar gobiernos y formar guerrillas.

César Bardés


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