El Señor Presidente
José Antonio Sanduvete [colaborador]
El Señor Presidente tomó, como cada lunes a primerísima hora, el informe de los Servicios Secretos. "Nada nuevo bajo el sol de nuestra poderosa nación", pensó. Un sistema fuerte, unos servicios de seguridad eficaces, una población homogénea y obediente.
"Pero mantener impoluta esta balsa de aceite tiene un precio", había dicho en algún Consejo de Ministros antes de que estos rompieran a aplaudirle y colmar de alabanzas su porte y su capacidad de liderazgo. Por eso, entre otras razones, enviaba a los chicos del Servicio Secreto a peinar los pueblos y ciudades en busca de disidentes, de librepensadores, de todo aquel que cuestionara, de pensamiento, palabra, obra u omisión, su indiscutible autoridad.
Y si no los encontraban, los Servicios Secretos tenían orden de inventarlos.
"Todo es psicología, control mental", solía pensar, "actuarán como deben si nos temen, y nos temerán más cuanto menos nos conozcan". De modo que los Servicios Secretos se habían convertido para la población en una especie de demonio, en una leyenda, en un personaje de cuento de terror. De tanto en tanto alguien desaparecía, sin motivo aparente, y no se volvía a saber de él. "Han sido los Servicios Secretos", se decía, y todos callaban, "si han sido los Servicios Secretos será por algo", y bajaban la cabeza, aterrorizados como un niño después de una pesadilla.
Así que el Señor Presidente abrió el informe y comenzó a firmar las autorizaciones de detención. "En veinticuatro horas hasta sus registros habrán desaparecido del censo, no quedará ni rastro". En la última página, un grito ahogado brotó de sus labios. Ahí estaba, en el informe maldito, su propia cara, como una broma de mal gusto.
Al Señor Presidente empezó a sudarle el cuello de la camisa, a picarle la nuca, a molestarle la corbata. Se sintió sucio y pesado, se sintió observado, giró sobre sí mismo buscando cámaras de seguridad, tanteó la mesa para encontrar micrófonos. Nada.
Aquella era su cara, y su nombre, y los Servicios Secretos nunca se equivocaban. ¿Sería él, en realidad, un traidor a la patria? Pero, ¿cómo iba a ser así? ¡Si la patria era él!
"No firmaré... por supuesto que no firmaré... ¡habrase visto! Pero el sistema... el sistema es perfecto, si desacredito a los Servicios Secretos habré provocado una fractura, una grieta, un precedente inadmisible... perdería mi credibilidad, parecería un gesto arbitrario, y eso sería fatal...".
Así que firmó, aunque ni él mismo sabía muy bien por qué. "El sistema es el sistema, desde luego, uno no tiene que entenderlo, sólo tiene que cumplir con su función para hacer que perdure". Y su función era firmar aquellos informes...
Se reclinó, por tanto, en su sillón presidencial. Veinticuatro horas después dejaría de existir, los Servicios Secretos son infalibles. ¿Cómo sería la nación sin él? Sentía curiosidad, lástima que no pudiera verlo...
El Señor Presidente tomó, como cada lunes a primerísima hora, el informe de los Servicios Secretos. "Nada nuevo bajo el sol de nuestra poderosa nación", pensó. Un sistema fuerte, unos servicios de seguridad eficaces, una población homogénea y obediente.
"Pero mantener impoluta esta balsa de aceite tiene un precio", había dicho en algún Consejo de Ministros antes de que estos rompieran a aplaudirle y colmar de alabanzas su porte y su capacidad de liderazgo. Por eso, entre otras razones, enviaba a los chicos del Servicio Secreto a peinar los pueblos y ciudades en busca de disidentes, de librepensadores, de todo aquel que cuestionara, de pensamiento, palabra, obra u omisión, su indiscutible autoridad.
Y si no los encontraban, los Servicios Secretos tenían orden de inventarlos.
"Todo es psicología, control mental", solía pensar, "actuarán como deben si nos temen, y nos temerán más cuanto menos nos conozcan". De modo que los Servicios Secretos se habían convertido para la población en una especie de demonio, en una leyenda, en un personaje de cuento de terror. De tanto en tanto alguien desaparecía, sin motivo aparente, y no se volvía a saber de él. "Han sido los Servicios Secretos", se decía, y todos callaban, "si han sido los Servicios Secretos será por algo", y bajaban la cabeza, aterrorizados como un niño después de una pesadilla.
Así que el Señor Presidente abrió el informe y comenzó a firmar las autorizaciones de detención. "En veinticuatro horas hasta sus registros habrán desaparecido del censo, no quedará ni rastro". En la última página, un grito ahogado brotó de sus labios. Ahí estaba, en el informe maldito, su propia cara, como una broma de mal gusto.
Al Señor Presidente empezó a sudarle el cuello de la camisa, a picarle la nuca, a molestarle la corbata. Se sintió sucio y pesado, se sintió observado, giró sobre sí mismo buscando cámaras de seguridad, tanteó la mesa para encontrar micrófonos. Nada.
Aquella era su cara, y su nombre, y los Servicios Secretos nunca se equivocaban. ¿Sería él, en realidad, un traidor a la patria? Pero, ¿cómo iba a ser así? ¡Si la patria era él!
"No firmaré... por supuesto que no firmaré... ¡habrase visto! Pero el sistema... el sistema es perfecto, si desacredito a los Servicios Secretos habré provocado una fractura, una grieta, un precedente inadmisible... perdería mi credibilidad, parecería un gesto arbitrario, y eso sería fatal...".
Así que firmó, aunque ni él mismo sabía muy bien por qué. "El sistema es el sistema, desde luego, uno no tiene que entenderlo, sólo tiene que cumplir con su función para hacer que perdure". Y su función era firmar aquellos informes...
Se reclinó, por tanto, en su sillón presidencial. Veinticuatro horas después dejaría de existir, los Servicios Secretos son infalibles. ¿Cómo sería la nación sin él? Sentía curiosidad, lástima que no pudiera verlo...
jejejejejeje chapó! ojalá pasase eso.
ResponderEliminarPero no te creas que no está pasando algo parecido... hay una especie de "revolución" dentro de los servicios secretos de los países... lo poco que se sabe, se sabe a través de informadores anónimos que estan dentro de agencias como la CIA, el NSA, el MI5-MI6, etc...