EL RUGIDO DEL MOTOR (¡Qué dilema!)
AL SALIR DEL CINE
César Bardés [colaborador]
No deja de ser sorprendente que un director como Ron Howard vuelva a la comedia muchísimos años después de aquella Splash, con Tom Hanks y Daryl Hannah y que, tras un Oscar, el sabor del éxito y algún que otro fracaso, lo haga a través de una trama de abrumadora simpleza, sin más pretensiones que la de entretener, sin caer en estúpidos modismos y apelando más a la media sonrisa que a la carcajada sin faltar ninguna de las dos.
El caso es que basándose en una cómoda y fácil situación de partida, Howard elige un camino algo más difícil del habitual y se centra en una comedia de personajes que es resultona, con alguna que otra escena brillante (el discurso sobre la sinceridad de Vince Vaughn es el punto álgido de la película), con errores que rozan la torpeza pero que no evita la sensación sempiterna de que, si lo consideramos aisladamente, es un director que hace historias que no están mal del todo, pero que si lo comparamos, tiene menos talento que una sandía sin pepitas.
Y es que da miedo pensar lo que sería el argumento de esta comedieta, propensa a la acidez como un largo vaso de whisky, en manos de un genio como Billy Wilder. Y escalofríos de pánico recorren el espinazo si la imaginación nos lleva a sustituir a Vince Vaughn por Jack Lemmon, a Wynona Ryder por Shirley McLaine y a Jennifer Connelly por Audrey Hepburn. Pero, claro, eso es viajar en las nubes y no centrarnos en lo que verdaderamente importa. Si quitamos todas las comparaciones interiores, la película funciona a tres cuartos de gas, con trabajos aceptables de todos sus protagonistas y una dosis de moralina que le quita fuerza a todo el conjunto más que nada porque defiende unos valores que están más que superados a los cuarenta. La amistad es lo máximo, el matrimonio que no es sincero está condenado y bliblablu..
Por lo demás, ahí está la demostración de que hay verdaderos genios que trabajan mejor bajo presión, que el rugido del motor que mueve nuestras vidas a veces es tan atractivo que perder el enfoque puede tener un alto precio. Y es que la existencia es tan ingrata que, cuando todo tiene un equilibrio perfecto al que ha costado muchísimo llegar y que raramente avisa de su presencia, se puede perder por un par de actitudes equivocadas, unas cuantas frases nunca dichas y el pecado, ese gran pecado que siempre asedia a la normalidad, es el silencio. Cuando una pareja calla, el fracaso es quien completa el triángulo.
Así que se pasa un ratito que está bien pero que no mata, que te deja un regusto optimista no exento de un toque irritante, con algunos acentos en forma de risa desbocada y algún que otro punto y aparte con hilaridad contenida en la garganta. El resto son situaciones que vienen dictadas por la personalidad de los protagonistas que buscan esa felicidad que es tan deseada y tan huidiza. El amor no tiene ley y las cosas que suelen preocuparnos en relación con la pareja no tienen mucha importancia si hay algo tan raro y tan en trance de desaparición como es la confianza.
Con ese dichoso y escaso elemento, se pueden formar equipos complementarios, que combinen la genialidad y el escaparate, que encajen como las piezas de ese motor que ansía rugir para volver a unos tiempos que seguramente fueron mejores. Todo ello, eso sí, salpicado con una banda sonora brillante, tan llena de ritmo como la mayor virtud que tiene la película: la agilidad narrativa. Todo el rato están pasando cosas. Buenas, malas, regulares, reprochables y rechazables. Es el dilema al que nos condenan las decisiones. Se puede acertar. Se puede errar. Se puede callar. Y de todas las posibilidades, la peor es la última. Estamos en la era de la comunicación y, cada vez más, el ser humano es una auténtica isla. Paradójico y mortal. ¿Es mentira?
C. Bardés
César Bardés [colaborador]
No deja de ser sorprendente que un director como Ron Howard vuelva a la comedia muchísimos años después de aquella Splash, con Tom Hanks y Daryl Hannah y que, tras un Oscar, el sabor del éxito y algún que otro fracaso, lo haga a través de una trama de abrumadora simpleza, sin más pretensiones que la de entretener, sin caer en estúpidos modismos y apelando más a la media sonrisa que a la carcajada sin faltar ninguna de las dos.
El caso es que basándose en una cómoda y fácil situación de partida, Howard elige un camino algo más difícil del habitual y se centra en una comedia de personajes que es resultona, con alguna que otra escena brillante (el discurso sobre la sinceridad de Vince Vaughn es el punto álgido de la película), con errores que rozan la torpeza pero que no evita la sensación sempiterna de que, si lo consideramos aisladamente, es un director que hace historias que no están mal del todo, pero que si lo comparamos, tiene menos talento que una sandía sin pepitas.
Y es que da miedo pensar lo que sería el argumento de esta comedieta, propensa a la acidez como un largo vaso de whisky, en manos de un genio como Billy Wilder. Y escalofríos de pánico recorren el espinazo si la imaginación nos lleva a sustituir a Vince Vaughn por Jack Lemmon, a Wynona Ryder por Shirley McLaine y a Jennifer Connelly por Audrey Hepburn. Pero, claro, eso es viajar en las nubes y no centrarnos en lo que verdaderamente importa. Si quitamos todas las comparaciones interiores, la película funciona a tres cuartos de gas, con trabajos aceptables de todos sus protagonistas y una dosis de moralina que le quita fuerza a todo el conjunto más que nada porque defiende unos valores que están más que superados a los cuarenta. La amistad es lo máximo, el matrimonio que no es sincero está condenado y bliblablu..
Por lo demás, ahí está la demostración de que hay verdaderos genios que trabajan mejor bajo presión, que el rugido del motor que mueve nuestras vidas a veces es tan atractivo que perder el enfoque puede tener un alto precio. Y es que la existencia es tan ingrata que, cuando todo tiene un equilibrio perfecto al que ha costado muchísimo llegar y que raramente avisa de su presencia, se puede perder por un par de actitudes equivocadas, unas cuantas frases nunca dichas y el pecado, ese gran pecado que siempre asedia a la normalidad, es el silencio. Cuando una pareja calla, el fracaso es quien completa el triángulo.
Así que se pasa un ratito que está bien pero que no mata, que te deja un regusto optimista no exento de un toque irritante, con algunos acentos en forma de risa desbocada y algún que otro punto y aparte con hilaridad contenida en la garganta. El resto son situaciones que vienen dictadas por la personalidad de los protagonistas que buscan esa felicidad que es tan deseada y tan huidiza. El amor no tiene ley y las cosas que suelen preocuparnos en relación con la pareja no tienen mucha importancia si hay algo tan raro y tan en trance de desaparición como es la confianza.
Con ese dichoso y escaso elemento, se pueden formar equipos complementarios, que combinen la genialidad y el escaparate, que encajen como las piezas de ese motor que ansía rugir para volver a unos tiempos que seguramente fueron mejores. Todo ello, eso sí, salpicado con una banda sonora brillante, tan llena de ritmo como la mayor virtud que tiene la película: la agilidad narrativa. Todo el rato están pasando cosas. Buenas, malas, regulares, reprochables y rechazables. Es el dilema al que nos condenan las decisiones. Se puede acertar. Se puede errar. Se puede callar. Y de todas las posibilidades, la peor es la última. Estamos en la era de la comunicación y, cada vez más, el ser humano es una auténtica isla. Paradójico y mortal. ¿Es mentira?
C. Bardés
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