Al salir del cine: LA INVENCIÓN DEL JUGUETE (Hysteria)
César Bardés [colaborador].-
Puedo decir, sin temor a equivocarme, que en esta época en la que existe una supremacía de la educación y de las buenas maneras y, sobre todo, de las excelentes apariencias, sería toda una ofensa atreverse a afirmar que la histeria era una enfermedad que era propiedad exclusiva del sexo femenino. Razonamientos médicos, cuando menos, ridículos, llegaban a postular que el origen se localizaba en un útero desplazado que debía ser colocado a través de un tratamiento suave, ciertamente placentero y algo íntimo.
Pero las ciencias médicas, gracias al cielo, adelantan que es una barbaridad. Pronto llegaron nuevas teorías, atrevidos experimentos y también, por qué no decirlo, algún que otro fracaso. La histeria pasó a ser tratada en casa por arte de un cansancio irritante en la mano del galeno y por su feliz unión con la mecánica uncida por la fuerza de la, entonces incipiente, electricidad. El resultado, como no podía ser otro, fue el de la aparición de rostros felices en miles de féminas que encontraron un nuevo horizonte que explorar que, por obra y gracia del progreso, se ha prolongado hasta nuestros días.
El tema, déjenme decirles, es harto delicado y aún así es capaz de arrancar unas cuantas sonrisas y alguna que otra estridente carcajada con permiso de los vecinos de butaca pues siempre es motivo de hilaridad que, en una sociedad sometida a la rigidez de las normas de la cortesía y de la apariencia, el atrevimiento y la entrada en la gloria del paroxismo por parte de todas las mujeres que padecían tan lamentable enfermedad fuera algo que chocaba frontalmente con los usos y costumbres de una época. Tanto es así que hasta la realeza llegó a probar el juguete para asombro y oscuridad de la ciudadanía quedando todo en una gentil broma realizada con elegancia y un ligero atisbo de ironía en cada escena.
No cabe duda de que si ustedes han sido tan pacientes como para leer con sentido el párrafo anterior, seguirán leyendo con suma atención las líneas que vienen a continuación. Uno de los posibles aspectos que pueden ser de su interés es que, por encima del muy aceptable trabajo que realizan la señorita Gyllenhaal, el señor Dancy y el señor Pryce, se halla el tremendo cinismo que se oculte bajo el irreconocible rostro del señor Rupert Everett, que solventa con elegancia y gracia cada una de sus intervenciones. Suyo es el toque más atrayente y suya es la arrebatadora gracia del individuo que dice las cosas sin mover ni un solo músculo más allá de una exagerada apertura de los párpados.
Así pues, estimados lectores, no cabe la menor duda de que nos hallamos ante una pequeña sorpresa, bien realizada, con un tono de comedia menor que coquetea amablemente con lo prohibido y que no es más que la narración emanada de la invención de un curioso juguete que ha sido gozo y alborozo de cientos de miles de damas a través de, aproximadamente, siglo y medio de existencia. Hay sobriedad en todo el entramado, hay perplejidad a raudales, hay agudeza en las expresiones, hay líneas de apagada brillantez y amable nocturnidad. Huelga decir que, como todo invento, hay afortunadas coincidencias y comprensibles reparos a su aplicación pero es un bonito y agradable ejercicio para los músculos del rostro esbozar una media sonrisa, no exenta de picaresca, mientras se asiste al espectáculo. Es lo que suele ocurrir cuando la originalidad y una pizca de talento aparecen como pareja en el mismo centro del entretenimiento y de la felicidad. Si me lo permiten, voy a dejar de escribir todas estas modestas reflexiones porque resulta verdaderamente incómodo hacerlo con el meñique levantado, cual sujeción educada de una ansiada taza de té que degustaré en cuanto refleje en este escrito el punto final. Espero no haberles aburrido.
Puedo decir, sin temor a equivocarme, que en esta época en la que existe una supremacía de la educación y de las buenas maneras y, sobre todo, de las excelentes apariencias, sería toda una ofensa atreverse a afirmar que la histeria era una enfermedad que era propiedad exclusiva del sexo femenino. Razonamientos médicos, cuando menos, ridículos, llegaban a postular que el origen se localizaba en un útero desplazado que debía ser colocado a través de un tratamiento suave, ciertamente placentero y algo íntimo.
Pero las ciencias médicas, gracias al cielo, adelantan que es una barbaridad. Pronto llegaron nuevas teorías, atrevidos experimentos y también, por qué no decirlo, algún que otro fracaso. La histeria pasó a ser tratada en casa por arte de un cansancio irritante en la mano del galeno y por su feliz unión con la mecánica uncida por la fuerza de la, entonces incipiente, electricidad. El resultado, como no podía ser otro, fue el de la aparición de rostros felices en miles de féminas que encontraron un nuevo horizonte que explorar que, por obra y gracia del progreso, se ha prolongado hasta nuestros días.
El tema, déjenme decirles, es harto delicado y aún así es capaz de arrancar unas cuantas sonrisas y alguna que otra estridente carcajada con permiso de los vecinos de butaca pues siempre es motivo de hilaridad que, en una sociedad sometida a la rigidez de las normas de la cortesía y de la apariencia, el atrevimiento y la entrada en la gloria del paroxismo por parte de todas las mujeres que padecían tan lamentable enfermedad fuera algo que chocaba frontalmente con los usos y costumbres de una época. Tanto es así que hasta la realeza llegó a probar el juguete para asombro y oscuridad de la ciudadanía quedando todo en una gentil broma realizada con elegancia y un ligero atisbo de ironía en cada escena.
No cabe duda de que si ustedes han sido tan pacientes como para leer con sentido el párrafo anterior, seguirán leyendo con suma atención las líneas que vienen a continuación. Uno de los posibles aspectos que pueden ser de su interés es que, por encima del muy aceptable trabajo que realizan la señorita Gyllenhaal, el señor Dancy y el señor Pryce, se halla el tremendo cinismo que se oculte bajo el irreconocible rostro del señor Rupert Everett, que solventa con elegancia y gracia cada una de sus intervenciones. Suyo es el toque más atrayente y suya es la arrebatadora gracia del individuo que dice las cosas sin mover ni un solo músculo más allá de una exagerada apertura de los párpados.
Así pues, estimados lectores, no cabe la menor duda de que nos hallamos ante una pequeña sorpresa, bien realizada, con un tono de comedia menor que coquetea amablemente con lo prohibido y que no es más que la narración emanada de la invención de un curioso juguete que ha sido gozo y alborozo de cientos de miles de damas a través de, aproximadamente, siglo y medio de existencia. Hay sobriedad en todo el entramado, hay perplejidad a raudales, hay agudeza en las expresiones, hay líneas de apagada brillantez y amable nocturnidad. Huelga decir que, como todo invento, hay afortunadas coincidencias y comprensibles reparos a su aplicación pero es un bonito y agradable ejercicio para los músculos del rostro esbozar una media sonrisa, no exenta de picaresca, mientras se asiste al espectáculo. Es lo que suele ocurrir cuando la originalidad y una pizca de talento aparecen como pareja en el mismo centro del entretenimiento y de la felicidad. Si me lo permiten, voy a dejar de escribir todas estas modestas reflexiones porque resulta verdaderamente incómodo hacerlo con el meñique levantado, cual sujeción educada de una ansiada taza de té que degustaré en cuanto refleje en este escrito el punto final. Espero no haberles aburrido.
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