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Aquel día no salió el sol

José Antonio Sanduvete [colaborador]

Aquel día tenía que comenzar con un amanecer, y no lo hizo. A las 7.30, la hora prevista, los habituales primeros rayos del sol brillaron por su ausencia. A las 8, aún no habían aparecido. A las 9, tampoco. Nadie les culpó, desde luego, quién pondría en duda su derecho a ausentarse por una vez después de no sé cuántos miles de millones de años sin faltar a su cita, pero era precisamente la ruptura de esa perenne costumbre la que causó verdadera extrañeza. Los despertadores sonaron, los humanos, siempre sometidos a sus dictados, los apagaron, se levantaron, se asearon, se tomaron el café, abrieron las ventanas y...

Aquella noche tenía que haber acabado, y no lo hizo. No se iba la luna, caprichosa como siempre. Pero, ¿y el sol? Si la luna se hace visible por el reflejo de los rayos solares, el sol no debía de estar muy lejos. Las aves nocturnas volaban en círculo, esperando el momento de ir a dormir; los gallos no sabían a quién cantar; los repartidores de periódicos giraban sobre sí mismos en plena confusión; muchos humanos volvieron a sus camas, haciendo bueno el binomio noche eterna-sueño eterno; los panaderos y los relojes-alarma se agitaban irritados ante lo que consideraban una rebelión en toda regla y un atentado a las buenas costumbres.

Nunca se supo muy bien si aquel día había llegado realmente, o si no. Los crónometros y calendarios se tornaron inservibles; también los historiadores, divididos entre quienes seguían contando períodos de tiempo de 24 horas y quienes habían detenido la historia en un día, ese día, el último y aparentemente eterno día final que, para sembrar aún más discordia, no era día, que era noche.

Hubo quien se pellizcaba con fuerza, quien se frotaba los ojos, quien construyó un cohete para salir a investigar qué pasaba, quien aprovechó pasa irse de casa y avisar de que no volvería hasta las luces del nuevo día, quien rio con sorna al escuchar cómo la gente perdía la serenidad por vagatelas como estas que contamos, quien comenzó a contar ovejitas y se ahogó entre lanas al alcanzar los varios millones, quien cerró los ojos y no los volvió a abrir.

Aquel día de noche eterna, en realidad, fue el principio de algo. O el final de algo. Y, sin embargo, nadie se apercibió de ello. Todos estaban muy preocupados volando en círculo, girando sobre sí mismos, tomando café, apagando el despertador, cuidando de no abusar con la factura de la luz.

Pero bueno, ¿y el sol?

El sol ni siquiera se molestó en llamar para justificar su retraso, que luego fue ausencia.

Pero no volquemos sobre él acusaciones crueles. ¿Quién no se pediría un día libre después de pasar media eternidad inmóvil y con un puñado de trozos de piedra girando a su alrededor?



2 comentarios:

  1. jajaja muy bueno, habria que ir encendiendo, como el ermitaño del tarot, algunas linternas, interiores, por si acaso.

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  2. Estupendo como siempre y muy apropiado en estos días.

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