Al salir del cine: LA COMEDIA DE TECLAS BLANCAS (Populaire)
César Bardés [colaborador].-
Haciendo un esfuerzo sobrehumano podrĂamos recordar aquellas comedias que fueron protagonizadas por Rock Hudson y Doris Day a principios de los años sesenta y que dieron comienzo a un subgĂ©nero que se conociĂł en todo el mundo como “comedia de telĂ©fonos blancos”. La fĂłrmula de aquellas pelĂculas, de las que podrĂamos destacar algĂşn tĂtulo como la fundacional Confidencias a medianoche, Pijama para dos o No me mandes flores era muy sencilla. Se trataba de enaltecer como la puerta de la felicidad a aquellos años, vendiendo un estilo americano de vida que se acercaba mucho al ideal revestido de plástico, con un enredo amoroso de por medio (a elegir entre matrimonio que comienza a tener problemas por la evoluciĂłn personal de la mujer o pareja que inicia un romance con pinta de normal y que suele descolocar al hombre por las particularidades de carácter que muestra la fĂ©mina) y con un amigo que solĂa ser testigo de todo el lĂo y desempeñaba, además, el papel de donaire.
Y el caso es que esta pelĂcula es un intento de homenajear e imitar aquellas comedias solo que cambiando la AmĂ©rica fantástica y utĂłpica por la Francia algo más vetusta pero amable y comenzando a desarrollarse despuĂ©s de la guerra mundial. Solo hay un par de variaciones. Se quitan los telĂ©fonos blancos que eran seña de identidad de los equĂvocos inocentones y se pone en su lugar una máquina de escribir como motivo principal del asunto. El otro descarte es ese amigo donaire que aquĂ se convierte, simplemente, en un amigo fiel y que se deshace cuando comprueba lo que la felicidad puede hacer con el protagonista en cuestiĂłn.
Por lo demás, todo es igual. El chalet ultramoderno de las familias americanas se transforma en el caserĂłn con olor a madera vieja y pisada crujiente, el tipo es encantador aunque algo obsesivo, la chica es pura delicia, con torpezas propias de una fĂ©mina que no está nada segura de sĂ misma hasta que encuentra que su destino y su habilidad esencial consiste en escribir a máquina. El amor aparece. Y ya para coger bien el telĂ©fono blanco por los cuernos, ponemos unos cuantos campeonatos de velocidad mecanográfica para añadir una historia mil veces contada, dos mil veces vista y tres mil veces eficaz. Los trazos cĂłmicos son ligeros, la historia es leve como la pluma, los tĂłpicos se suceden uno tras otro, sin perder de vista el manual para la perfecta comedia intrascendente y con dos aciertos destacables como la ambientaciĂłn, creĂble y muy ajustada, y el muy inteligente uso de la banda sonora que combina con sabidurĂa el jazz, la canciĂłn más puramente comercial de los sesenta, la tonterĂa de moda y la versiĂłn sorprendente de alguna vieja conocida. Además, y esto tambiĂ©n es una virtud, hay un homenaje evidente a VĂ©rtigo, de Alfred Hitchcock lo cual confiere algo de categorĂa a la secuencia en cuestiĂłn porque se eleva con clase y buen gusto por encima del conjunto de la pelĂcula.
El resultado es que se deja ver. Sin grandes pretensiones, con la intenciĂłn de pasar el rato soltando una o dos carcajadas y unas cincuenta sonrisas indulgentes con el mĂ©rito principal de ser una pelĂcula europea que imita sin vergĂĽenza una receta americana. El resto son teclas, miradas asesinas, más teclas, la apariciĂłn de los odiosos villanos que intentan aprovecharse vilmente, unas cuantas teclas más, interpretaciones aceptables, que huyen de la estridencia y se centran en la anĂ©cdota de todo y, además, teclas.
AsĂ que ya saben, hagan un poco de gimnasia de dedos para aumentar la elasticidad, dejen que las manos retengan la memoria de las letras del teclado porque, si hay que ser sinceros, esta pelĂcula tendrá un recuerdo fugaz, apenas nada, en forma de rato agradable y curvas de tonto amor.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano podrĂamos recordar aquellas comedias que fueron protagonizadas por Rock Hudson y Doris Day a principios de los años sesenta y que dieron comienzo a un subgĂ©nero que se conociĂł en todo el mundo como “comedia de telĂ©fonos blancos”. La fĂłrmula de aquellas pelĂculas, de las que podrĂamos destacar algĂşn tĂtulo como la fundacional Confidencias a medianoche, Pijama para dos o No me mandes flores era muy sencilla. Se trataba de enaltecer como la puerta de la felicidad a aquellos años, vendiendo un estilo americano de vida que se acercaba mucho al ideal revestido de plástico, con un enredo amoroso de por medio (a elegir entre matrimonio que comienza a tener problemas por la evoluciĂłn personal de la mujer o pareja que inicia un romance con pinta de normal y que suele descolocar al hombre por las particularidades de carácter que muestra la fĂ©mina) y con un amigo que solĂa ser testigo de todo el lĂo y desempeñaba, además, el papel de donaire.
Y el caso es que esta pelĂcula es un intento de homenajear e imitar aquellas comedias solo que cambiando la AmĂ©rica fantástica y utĂłpica por la Francia algo más vetusta pero amable y comenzando a desarrollarse despuĂ©s de la guerra mundial. Solo hay un par de variaciones. Se quitan los telĂ©fonos blancos que eran seña de identidad de los equĂvocos inocentones y se pone en su lugar una máquina de escribir como motivo principal del asunto. El otro descarte es ese amigo donaire que aquĂ se convierte, simplemente, en un amigo fiel y que se deshace cuando comprueba lo que la felicidad puede hacer con el protagonista en cuestiĂłn.
Por lo demás, todo es igual. El chalet ultramoderno de las familias americanas se transforma en el caserĂłn con olor a madera vieja y pisada crujiente, el tipo es encantador aunque algo obsesivo, la chica es pura delicia, con torpezas propias de una fĂ©mina que no está nada segura de sĂ misma hasta que encuentra que su destino y su habilidad esencial consiste en escribir a máquina. El amor aparece. Y ya para coger bien el telĂ©fono blanco por los cuernos, ponemos unos cuantos campeonatos de velocidad mecanográfica para añadir una historia mil veces contada, dos mil veces vista y tres mil veces eficaz. Los trazos cĂłmicos son ligeros, la historia es leve como la pluma, los tĂłpicos se suceden uno tras otro, sin perder de vista el manual para la perfecta comedia intrascendente y con dos aciertos destacables como la ambientaciĂłn, creĂble y muy ajustada, y el muy inteligente uso de la banda sonora que combina con sabidurĂa el jazz, la canciĂłn más puramente comercial de los sesenta, la tonterĂa de moda y la versiĂłn sorprendente de alguna vieja conocida. Además, y esto tambiĂ©n es una virtud, hay un homenaje evidente a VĂ©rtigo, de Alfred Hitchcock lo cual confiere algo de categorĂa a la secuencia en cuestiĂłn porque se eleva con clase y buen gusto por encima del conjunto de la pelĂcula.
El resultado es que se deja ver. Sin grandes pretensiones, con la intenciĂłn de pasar el rato soltando una o dos carcajadas y unas cincuenta sonrisas indulgentes con el mĂ©rito principal de ser una pelĂcula europea que imita sin vergĂĽenza una receta americana. El resto son teclas, miradas asesinas, más teclas, la apariciĂłn de los odiosos villanos que intentan aprovecharse vilmente, unas cuantas teclas más, interpretaciones aceptables, que huyen de la estridencia y se centran en la anĂ©cdota de todo y, además, teclas.
AsĂ que ya saben, hagan un poco de gimnasia de dedos para aumentar la elasticidad, dejen que las manos retengan la memoria de las letras del teclado porque, si hay que ser sinceros, esta pelĂcula tendrá un recuerdo fugaz, apenas nada, en forma de rato agradable y curvas de tonto amor.
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