El burro de las baratijas, un cuento de nuestros padres
FĂ©lix ArbolĂ [colaboraciones].-
Acabo de ver en televisiĂłn, no sĂ© si por segunda o tercera vez, “Wall Street” y me ha causado el mismo impacto que en la primera. La conclusiĂłn a la que llego siempre es que el mundo de las finanzas es un autĂ©ntico asco. Les puedo asegurar que no siento la menor envidia de esos estresados personajes, vĂctimas de una insaciable ambiciĂłn por acaparar millones en un constante y horrible “sin vivir”.
Instalado cĂłmodamente en el sofá de mi salĂłn, me consideraba el hombre más feliz del mundo al no tener que hacer frente cada dĂa a los voraces tiburones financieros, de vestuario impecable y ostentosos “Mercedes”, que han hipotecado de por vida conciencias y sentimientos y se han convertido en esclavos de su propio poder . El cuento del hombre feliz que ni siquiera tenĂa camisa, cobraba relevancia en mi memoria.
Un mundo sórdido y deprimente donde se vive absorbido por las cifras que marcan los paneles electrónicos a velocidad vertiginosa. En el que hoy te sobran los millones y amigos y mañana te encuentras solo, endeudado hasta las cejas y buscando una desesperada solución a tu problema incluso en el suicidio.
Aquà no se juega uno la bolsa o la vida, sino ambas cosas desde que amanece hasta que cierra la última oficina bursátil. Si este es el mundo financiero que marca las pautas que hemos de seguir y soportar, no me extraña que vivamos todos despendolados.
La pelĂcula, dirigida por Oliver Stone y protagonizada por Michael Douglas y Charlie Sheen en 1987, me recordaba a nuestros buitres financieros actuales. No han cambiado nada, ni aĂşn siquiera en el vestuario, a pesar de que han pasado veintisiete años.
“MARDITO PARNÉ”
Lo cual quiere decir que el dominador del mundo, el “mardito parnĂ©”, como dicen los calorros o “las pelas”, pero en cantidades masivas, como dirĂa el castizo, sigue haciĂ©ndonos la puñeta sin que el tiempo o cambio de protagonistas lo impidan, Si hay algo que nunca desaparece son los que viven a costa de hacer cabronadas loa demás.
Soy de los convencidos de que no hay millonario capaz de justificar honestamente el origen de su fortuna. Y si lo hubiera, por eso de que la excepción confirma la regla, que no se dé por aludido.
Esas historias que cuentan de que fulanito, hoy don fulano, hizo su fortuna yendo en burro por los pueblos vendiendo baratijas y menudencias o de zutanito, hoy don zutano, diseñando y cosiendo trapitos en casa con su mujer e incluso vendiendo cigarrillos por las calles bonaerenses, como el caso de Onasis, me resulta tan divertido y fantástico como los cuentos de “Cenicienta”, “Pinocho” o el “Soldadito de plomo”, que ya no entusiasman ni a nuestros nietos, más empeñados en luchas galácticas y aventuras siderales que en princesas tristes y brujas malvadas.
Yo he pasado toda mi vida trabajando y al final de mis dĂas solo tengo una pensiĂłn de las llamadas “mileuristas”, por cuarenta y ocho años cotizando. Han sido muchas las veces que salĂa de casa a las ocho y media de la mañana y regresaba a las tres de la madrugada, al tener que realizar un excesivo pluriempleo como funcionario y periodista.
ALTO PRECIO
No me desagradaba el trabajo, pues era vocacional y me sentĂa a gusto, pero tuve que pagar un alto precio al no compartir y disfrutar plenamente la vida de mis hijos. Hoy me duele y si fuera posible retroceder, mi vida no serĂa la misma, pero no cambiarĂa de profesiĂłn.
De esto estoy tan seguro como que me llamo FĂ©lix Juan JosĂ© MarĂa Sebastián, me ha faltado y “de todos los santos” como a Froilán, en plena actualidad por su holgazanerĂa en los estudios.
Una gracia de mis padres, que me vieron con posibilidades de acabar conectado con la Familia Real, aunque no por conflictos judiciales y me encasquetaron casi todo el santoral ante la pila bautismal.
Nada anormal si tenemos en cuenta que la actual Reina es tambiĂ©n periodista. Me enterĂ© de este detalle en el acto de mi boda y el hecho se convirtiĂł en la anĂ©cdota del dĂa. Menos mal que a Montoro no le ha dado por inventarse un nuevo tributo por el uso de los nombres que nos imponen, aunque el que menos culpa tenga sea el protagonista de esa absurda retahĂla o letanĂa.
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