COMO LAS ESTRELLAS (Luciérnagas en el jardín)
AL SALIR DEL CINE
César Bardés [colaborador]
Aquí vienen estrellas reales a llenar los más altos cielos
Y aquí, en la Tierra, vienen voladores imitantes,
Que, aunque nunca fueron igual de grandes que las estrellas
Y que nunca fueron estrellas en su corazón,
A veces, tuvieron un comienzo parecido al de las estrellas
Sólo que, claro, nunca pudieron ser como ellas.
Y es que hay personas que brillan sin proponérselo. Hay otras que son nube porque creen que así protegerán. Incluso algunas más son trigales verdes en permanente huida en medio del viento. Todas ellas intentan encontrar el camino correcto que no es otro que entregar algo de felicidad a los demás y, ahí mismo, en una curva, en una cuesta o en un bache se halla la desgracia, la perdición, el equívoco recalcitrante, la mirada que no significa nada. Y un niño es como las estrellas pero no lo sabe. Tampoco es que llegase a parecer una de ellas. En su corazón nunca estuvo el afán de convertirse en luz pero, sin embargo, comenzó a brillar en mitad de la incomprensión en la que vivía, hubo un aura a su alrededor que le hizo diferente, rebelde, justo, con vida, con ganas de aspirarse la vida, con voluntad de ser él mismo una razón para la vida.
Lo más difícil de brillar así es mantenerse. Es seguir siendo un farol colgado del cielo de sombra blanca y esperanza sin ahogar. Y eso tampoco lo sabe. Él quiere lucir siempre, ser testigo de las cosas que pasan por delante de él aunque haya permanentemente la vigilancia de alguien que no sabe regalar ni recibir cariño. Hasta que los años pasan, la vida de la que se quiso impregnar apenas deja un suave rastro y cae en la cuenta de que las personas nunca pueden ser estrellas, sólo luciérnagas que, unas veces son luz, y otras, penumbra.
Con esta iluminación nocturna, nos hallamos ante una historia que deja un cierto amargor de quedarse a medias queriendo decir mucho. Por allí pasa con maestría esa actriz que, haga lo que haga, es puro cuerpo celeste como es Emily Watson. Ella es como el cielo que abre sus ojos con miles de millones de luces blancas que nunca se apagan y se convierten en las candilejas de una oscuridad que quiere reflejar rabia pero que se queda en decepción, que quiere trasladar sentimiento y se planta en leve sentido. A su lado, la espléndida banda sonora que compone nuestro Javier Navarrete que hace que el vuelo de los insectos se convierta en un ballet de minúsculos fuegos artificiales. Más allá de eso, dentro de la película, hay poco más que un poema copiado, un ligero retrato de una crueldad que no se sabe de dónde viene, una incomprensible relación que está rota y que, de repente, se vuelve a unir ante la amenaza de dejar una huella imborrable. El jardín se llena de puntitos de luz que son deshechos a conciencia y se nos sumerge en una serie de jugadas del destino que libera a los que se sienten culpables, absuelve a los que deberían sentirse como tales y deja un insípido mirar hacia algo tan normal que parece que ya se ha visto en demasiadas ocasiones.
Así que, con una mano apoyada en la mejilla adormilada, vemos a Willem Dafoe que es incapaz de transmitir nada, a Julia Roberts que aparece poco y es prescindible, a Ryan Reynolds que es portador de un gran atractivo sin interpretación, a Carrie Anne Moss que se hace mayor y quiere seguir siendo joven. Tan joven como algunos hemos querido ser mirando cosas que ya sólo pertenecen a un pasado que se recuerda mal, tal vez porque hemos querido guardar tan solamente todo aquello que nos hizo daño y no lo que nos convirtió en felices, ni lo que nos hizo sentirnos amados, ni lo que consiguió que, por unos instantes, brilláramos como las mismas estrellas porque fuimos fulgor de guía, momento eterno, noche de verso, aire en el rostro.
Cesar Bardés.
César Bardés [colaborador]
Aquí vienen estrellas reales a llenar los más altos cielos
Y aquí, en la Tierra, vienen voladores imitantes,
Que, aunque nunca fueron igual de grandes que las estrellas
Y que nunca fueron estrellas en su corazón,
A veces, tuvieron un comienzo parecido al de las estrellas
Sólo que, claro, nunca pudieron ser como ellas.
Y es que hay personas que brillan sin proponérselo. Hay otras que son nube porque creen que así protegerán. Incluso algunas más son trigales verdes en permanente huida en medio del viento. Todas ellas intentan encontrar el camino correcto que no es otro que entregar algo de felicidad a los demás y, ahí mismo, en una curva, en una cuesta o en un bache se halla la desgracia, la perdición, el equívoco recalcitrante, la mirada que no significa nada. Y un niño es como las estrellas pero no lo sabe. Tampoco es que llegase a parecer una de ellas. En su corazón nunca estuvo el afán de convertirse en luz pero, sin embargo, comenzó a brillar en mitad de la incomprensión en la que vivía, hubo un aura a su alrededor que le hizo diferente, rebelde, justo, con vida, con ganas de aspirarse la vida, con voluntad de ser él mismo una razón para la vida.
Lo más difícil de brillar así es mantenerse. Es seguir siendo un farol colgado del cielo de sombra blanca y esperanza sin ahogar. Y eso tampoco lo sabe. Él quiere lucir siempre, ser testigo de las cosas que pasan por delante de él aunque haya permanentemente la vigilancia de alguien que no sabe regalar ni recibir cariño. Hasta que los años pasan, la vida de la que se quiso impregnar apenas deja un suave rastro y cae en la cuenta de que las personas nunca pueden ser estrellas, sólo luciérnagas que, unas veces son luz, y otras, penumbra.
Con esta iluminación nocturna, nos hallamos ante una historia que deja un cierto amargor de quedarse a medias queriendo decir mucho. Por allí pasa con maestría esa actriz que, haga lo que haga, es puro cuerpo celeste como es Emily Watson. Ella es como el cielo que abre sus ojos con miles de millones de luces blancas que nunca se apagan y se convierten en las candilejas de una oscuridad que quiere reflejar rabia pero que se queda en decepción, que quiere trasladar sentimiento y se planta en leve sentido. A su lado, la espléndida banda sonora que compone nuestro Javier Navarrete que hace que el vuelo de los insectos se convierta en un ballet de minúsculos fuegos artificiales. Más allá de eso, dentro de la película, hay poco más que un poema copiado, un ligero retrato de una crueldad que no se sabe de dónde viene, una incomprensible relación que está rota y que, de repente, se vuelve a unir ante la amenaza de dejar una huella imborrable. El jardín se llena de puntitos de luz que son deshechos a conciencia y se nos sumerge en una serie de jugadas del destino que libera a los que se sienten culpables, absuelve a los que deberían sentirse como tales y deja un insípido mirar hacia algo tan normal que parece que ya se ha visto en demasiadas ocasiones.
Así que, con una mano apoyada en la mejilla adormilada, vemos a Willem Dafoe que es incapaz de transmitir nada, a Julia Roberts que aparece poco y es prescindible, a Ryan Reynolds que es portador de un gran atractivo sin interpretación, a Carrie Anne Moss que se hace mayor y quiere seguir siendo joven. Tan joven como algunos hemos querido ser mirando cosas que ya sólo pertenecen a un pasado que se recuerda mal, tal vez porque hemos querido guardar tan solamente todo aquello que nos hizo daño y no lo que nos convirtió en felices, ni lo que nos hizo sentirnos amados, ni lo que consiguió que, por unos instantes, brilláramos como las mismas estrellas porque fuimos fulgor de guía, momento eterno, noche de verso, aire en el rostro.
Cesar Bardés.
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