RECONSTRUCCIÓN DE UNA MUJER (Villa Amalia)
AL SALIR DEL CINE
César Bardés [colaborador]
En el umbral del trauma, una mujer en trance de ruina decide acabar con lo poco de ella que aún sigue en pie. Sin pensar en cómos o porqués, arrasa con todo lo que hace que sea persona Abandona su trabajo. Vende su casa. Se despide de su madre. Olvida lo que deja atrás. Sólo deja un pequeño nudo en forma de un amigo de la infancia y parte en busca de la soledad absoluta con la esperanza de no dar ni un ápice de su tiempo a la vida.
Y es que quiere dejar de existir sin dejar de vivir. Tal vez porque se ha asomado tímidamente al abismo de su propio interior y lo que ha encontrado es el vacío más desolador. No le importa que sus decisiones afecten a los que la rodean. Eso le da exactamente igual. Quiere un lugar donde esconderse, donde ser insignificante, donde pueda confundirse en una mirada indiferente. El precio de la soledad es la dureza del corazón.
En los rasgos de la historia que se quiere contar aparece una actriz como Isabelle Huppert, actriz de incómoda madurez, que es capaz de dotar al personaje de solares de sufrimiento acompañados de una débil luz interior, de una nada en la oscuridad que brilla como la punta de un cigarrillo en la noche. Con ella, deslizamos el abdomen sobre el filo de una navaja cortante, entornamos un poco los ojos por el atractivo que aún posee y sabe transmitirnos la certeza de que la película se va a despedir a la francesa. Más que nada porque muchas de sus reacciones son demasiado cercanas a una locura que coquetea taimadamente con el egoísmo. No hay admiración en esa mujer que decide romper con todo para no hacer nada. Eso no es tan difícil porque lo que realmente tiene valor es volver a levantarse después de una caída.
Además, acompañando a sus extrañas reacciones, nos encontramos con que la profesión de la protagonista es la de intérprete de piano, con melodías asonantes y dodecafónicas cercanas a la estridencia y al sin sentido musical como metáfora de una vida que nunca ha sabido cómo llevar el compás. En el camino hacia una terraza que se adivina inmersa en un paisaje donde el mar y la tierra parece que se besan con la presencia del ardiente sol como carabina, ella tendrá que volver irremediablemente al pasado y enfrentarse con su primer trauma que, por supuesto, nunca llegará a superar. Quizá por eso, dejó de tocar las notas adecuadas y su música se vuelve silencio.
Por lo demás, es una película contada con mucho paisaje que pone nuestra envidia a trabajar y poco argumento que ponga nuestras ideas en orden. No hay más que heridas que se dejan sangrar, descriptivos retratos de hombres a los que no se les ve la cara, paseos por el lesbianismo y por un constante vapuleo a la conducta moral. Cuando se rompe con todo, no se sabe lo que es el aprecio, el apego a las cosas, el cariño hacia los demás. Que la vida te dé, pero no des nada a la vida. Es una ingrata. Siempre te pondrá los cuernos.
Lo que está claro es que, entre tanta pretensión de hacer un retrato en profundidad del alma femenina, lo que le sale al director, Benoit Jaquot, es la abyección cruel y sin remordimiento de una mujer que sólo quiere ser amante de la soledad y nos encontramos ante una película que no es fácil de ver, que no es amable, que no llega, no calma y no toca. Y entonces, en lugar de salir bañados en aires de nuevos comienzos, resultamos empapados de decepcionantes y despreciables finales. Es muy francesa. Es muy autocomplaciente. Es muy Huppert. Es muy volátil. Es la voluntad de romper con la narrativa para encontrar un lugar apartado, en algún rincón de nuestra mirada, siendo presa de la inamovilidad, de la más deprimente soledad vestida de bonitos escenarios. Más vale irse de vacaciones e inundar los pulmones de nuevos sueños.
César Bardés
César Bardés [colaborador]
En el umbral del trauma, una mujer en trance de ruina decide acabar con lo poco de ella que aún sigue en pie. Sin pensar en cómos o porqués, arrasa con todo lo que hace que sea persona Abandona su trabajo. Vende su casa. Se despide de su madre. Olvida lo que deja atrás. Sólo deja un pequeño nudo en forma de un amigo de la infancia y parte en busca de la soledad absoluta con la esperanza de no dar ni un ápice de su tiempo a la vida.
Y es que quiere dejar de existir sin dejar de vivir. Tal vez porque se ha asomado tímidamente al abismo de su propio interior y lo que ha encontrado es el vacío más desolador. No le importa que sus decisiones afecten a los que la rodean. Eso le da exactamente igual. Quiere un lugar donde esconderse, donde ser insignificante, donde pueda confundirse en una mirada indiferente. El precio de la soledad es la dureza del corazón.
En los rasgos de la historia que se quiere contar aparece una actriz como Isabelle Huppert, actriz de incómoda madurez, que es capaz de dotar al personaje de solares de sufrimiento acompañados de una débil luz interior, de una nada en la oscuridad que brilla como la punta de un cigarrillo en la noche. Con ella, deslizamos el abdomen sobre el filo de una navaja cortante, entornamos un poco los ojos por el atractivo que aún posee y sabe transmitirnos la certeza de que la película se va a despedir a la francesa. Más que nada porque muchas de sus reacciones son demasiado cercanas a una locura que coquetea taimadamente con el egoísmo. No hay admiración en esa mujer que decide romper con todo para no hacer nada. Eso no es tan difícil porque lo que realmente tiene valor es volver a levantarse después de una caída.
Además, acompañando a sus extrañas reacciones, nos encontramos con que la profesión de la protagonista es la de intérprete de piano, con melodías asonantes y dodecafónicas cercanas a la estridencia y al sin sentido musical como metáfora de una vida que nunca ha sabido cómo llevar el compás. En el camino hacia una terraza que se adivina inmersa en un paisaje donde el mar y la tierra parece que se besan con la presencia del ardiente sol como carabina, ella tendrá que volver irremediablemente al pasado y enfrentarse con su primer trauma que, por supuesto, nunca llegará a superar. Quizá por eso, dejó de tocar las notas adecuadas y su música se vuelve silencio.
Por lo demás, es una película contada con mucho paisaje que pone nuestra envidia a trabajar y poco argumento que ponga nuestras ideas en orden. No hay más que heridas que se dejan sangrar, descriptivos retratos de hombres a los que no se les ve la cara, paseos por el lesbianismo y por un constante vapuleo a la conducta moral. Cuando se rompe con todo, no se sabe lo que es el aprecio, el apego a las cosas, el cariño hacia los demás. Que la vida te dé, pero no des nada a la vida. Es una ingrata. Siempre te pondrá los cuernos.
Lo que está claro es que, entre tanta pretensión de hacer un retrato en profundidad del alma femenina, lo que le sale al director, Benoit Jaquot, es la abyección cruel y sin remordimiento de una mujer que sólo quiere ser amante de la soledad y nos encontramos ante una película que no es fácil de ver, que no es amable, que no llega, no calma y no toca. Y entonces, en lugar de salir bañados en aires de nuevos comienzos, resultamos empapados de decepcionantes y despreciables finales. Es muy francesa. Es muy autocomplaciente. Es muy Huppert. Es muy volátil. Es la voluntad de romper con la narrativa para encontrar un lugar apartado, en algún rincón de nuestra mirada, siendo presa de la inamovilidad, de la más deprimente soledad vestida de bonitos escenarios. Más vale irse de vacaciones e inundar los pulmones de nuevos sueños.
César Bardés
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