El mayor espectáculo del mundo

Le sacaron de su duermevela unas cosquillas como de plumero en la nariz. Se rascó, murmuró algo entre dientes, abrió los ojos y lanzó un grito de terror. El plumero era en realidad la cola de un león inmenso que yacía tranquilamente junto a su mesita de noche. Al grito respondieron inmediatamente un domador que salió ipso facto del armario con un látigo y un taburete y un enano vestido de bufón que sacó la cabeza por debajo de la cama y mostró una sonrisa de dientes podridos.
Se incorporó y salió corriendo de la habitación justo cuando el enano comenzaba a desarrollar una serie de piruetas imposible y el domador introducía la cabeza en las temibles fauces felinas.

En el salón, por su parte, unos trapecistas colgaban de las lámparas mientras un mago siniestro sacaba de su chistera un ratoncito que probablemente provocaría el pánico en un elefante que sufría para mantener el equilibrio sobre una pelota de playa.
Se dirigió al baño. Tal vez le vendría bien remojarse un poco. Sí. En unos segundos recuperaría la cordura y comprendería todo lo que estaba pasando. Se apoyó ante el espejo y observó su reflejo en él. Aquella narizota, aquel traje de colores y aquellos zapatones, el maquillaje y ese ceño fruncido; las lágrimas de tinta negra que le caían por la mejilla.
Sí, no había duda alguna.
En el circo de la vida él desempeñaba el papel de payaso triste.
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