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La chica de la curva

José Antonio Sanduvete [colaborador]

No era culpa suya que la carretera se hubiera dejado sepultar por semejante capa de niebla, una manta de algodón blanco, esponjoso y, para su desgracia, terriblemente opaco. Sí que se le podía culpar, por el contrario, de haber cometido la irresponsabilidad de salir y conducir con semejante tiempo. La insistente lluvia de la tarde y el negror del cielo no hacían presagiar nada bueno. Y él ahí, cabezota, a coger el coche para hacer unas visitas al pueblo vecino. Si es que, quién le mandaría a él a meterse en estos fregados...

Transitar por la carretera era una cuestión más de instinto que de habilidad. Las líneas que delimitaban la calzada, la cuneta y los árboles que la bordeaban se percibían como un todo gaseoso e indistinguible. "Así debe de ser volar por Júpiter", pensaba, cuando atropelló a la chica.


HabĂ­a aparecido de repente. PensĂł que, por fortuna, sĂłlo la habĂ­a rozado, porque tras frenar aparatosamente la chica apareciĂł junto a su ventana y abriĂł la puerta.
- ¿Estás bien? ¿De dĂłnde sales tĂş con este tiempo? - preguntĂł.
- ¿Me acercas al pueblo? - respondiĂł ella.
Era guapa, aunque tenía algo extraño, algo como lejano o ausente, nada de particular, desde luego, si te acaba de atropellar un coche en una noche de perros. Llevaba un vestido blanco algo anticuado, una especie de camisón como el que llevan las abuelas. Él supuso que se habría vuelto a poner de moda recientemente. Parecía simpática, además. Había preguntado con desparpajo y alegría, sin hacerle al conductor ningún reproche. La dejó subir, por supuesto, e incluso pensó si debía entablar conversación con ella, preguntarle por su vida, tal vez invitarla a quedar algún otro día si ella se mostraba receptiva.
Arriesgó un momento su conducción en la niebla para girar la cabeza y mirarla. Ella le sonrió. Era definitivamente extraña, pero le gustaba.
Iba a preguntarle alguna banalidad tipo "estudias o trabajas" cuando los hechos se precipitaron. Ella le puso la mano en el hombro, una mano frĂ­a como el hielo, la pobre debĂ­a haberlo pasado mal ahĂ­ fuera; luego vino aquella curva tan cerrada, y sin indicaciones. Estaba a punto de sortearla con Ă©xito cuando ella se le aproximĂł y le susurrĂł al oĂ­do algo asĂ­ como:
- AquĂ­ fue donde perdĂ­ la vida.
Entonces el sonrió, enderezó el rumbo de su coche, se detuvo en el arcén y la besó apasionadamente. Esa franqueza, esa sinceridad... definitivamente le gustaba. Había hecho bien en salir aquella noche. El hecho de que no tuviera ojos en las cuencas y de que la rodeara continuamente un halo entre brillante y transparente la hacían extraña, sí, pero más interesante si cabe.
Ella no dijo nada. ParecĂ­a sorprendida. A Ă©l, por el contrario, aquel beso le pareciĂł eterno...

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