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EL SUSURRO DE LOS SANTOS (Encontrarás dragones)

AL SALIR DEL CINE
César Bardés
[colaborador]

Nunca he estado de acuerdo con las formas y fondos de los que ha hecho gala el Opus Dei y, además, no es misión de un crítico de cine juzgar tales cosas. Cada uno es muy libre de vivir la fe como crea conveniente o, incluso, de no vivirla y opino que ahí radica una de las grandezas del pensamiento del hombre y de la idea de Dios siempre y cuando ninguna de las posturas se imponga por la fuerza, ni mucho más allá de un intercambio de razones bien argumentadas. Así que vamos al territorio desconocido de la pura y simple cinematografía, donde, sin duda, se pueden encontrar dragones.



No cabe duda de que la competencia de Roland Joffé como director ha oscilado entre la alabanza merecida en los casos de dos películas tan impresionantes como Los gritos del silencio y La misión y el desprecio más rotundo a través de obras tan prescindibles como la infumable La letra escarlata. En esta ocasión, Joffé intenta explicar la figura de José María Escrivá de Balaguer a través de la historia de uno de sus amigos de infancia, corriendo en paralelo la fe inquebrantable del sacerdote con el zarandeo profundo al que la vida somete a esa amistad que nace, precisamente, de la misma ficción. Hay secuencias que están notablemente bien dirigidas por el director y el mayor activo de la historia se halla en el excepcional trabajo de Ivonne Blake al frente de la guardarropía, con una recreación minuciosa de las vestimentas de los protagonistas durante un período de más de treinta años.

Pero la película adolece de un fallo impresionante, evidente en todo momento y que la hace cojear con peligro cuando lo que se quiere contar es una historia épica, de corazones y sentimientos y con una serena querencia hacia la emoción. Ese error mayúsculo consiste en sus actores. Están extrañamente mal dirigidos, forzados, afectados y muy falsos. Quizá Charlie Cox en el papel de Escrivá de Balaguer esté un poquito más atinado, pero el resto del reparto merece ser arrojado al fuego de un dragón y, en el caso de su oponente, Wes Bentley, con flagelación previa. Ni siquiera la presencia de un actor de la sabiduría de Derek Jacobi consigue salvar la sensación de que él tampoco se encuentra cómodo en las dos secuencias en las que interviene como si se hubiera tragado una vara y no pudiera sacársela del gaznate.

Por otro lado, una de las bazas fuertes que quiere jugar Joffé es el de las localizaciones exteriores y se decide por Argentina para simular lugares de España, lo cual es bastante creíble y perfectamente normal. Lo que no es tan normal es que una de las grandes escenas de la película sea la pretendida batalla de Madrid que se desarrolla en una gran plaza con una catedral presidiendo la carnicería cuando todo el mundo sabe que la catedral provisional de Madrid durante muchísimos años, incluidos los de la guerra, fue la Colegiata de San Isidro, ubicada en una calle que tiene una acera más estrecha que la vergüenza de nuestra Guerra Civil además de que los principales combates tuvieron lugar en la Ciudad Universitaria.

Así queda la sensación de que Joffé ha perdido una oportunidad para hacer, por fin, una película que hablara de la reconciliación nacional, algo que parece dar urticaria a todos los que se atreven a abordar la contienda que fue la muestra más definitiva del fracaso de una sociedad. No importa que su propósito fuera otro, como la de explicar los susurros de un santo inusualmente rápido a través del corazón de otro. Se nota su dedicación a la película y sus ganas de hacer algo grande que, lamentablemente, se queda en una nimiedad que no cuenta resultados, sino tan sólo intenciones.

Y es que la lucha en el interior de los hombres no deja de ser fascinante y encarnizada cuando la caricia y la comprensión de un niño es luz y es final.

César Bardés

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