LA MIRADA DE UN NIÑO (En un mundo mejor)
AL SALIR DEL CINE
César Bardés [colaborador]
Árida es la tarea de educar a un niño porque, en muchas ocasiones, no se tiene la palabra exacta, o cuando se tiene, no es lo que él quiere oír, o se cree que se tiene y que has dado una lección cuando, en realidad, tus frases han caído en la decepción y en el abandono. A veces ser padre es sumirse en la soledad y en la desorientación y, como niños, tenemos que encontrar en la oscuridad la misma mirada que ellos buscan.
Es paradójico el sentimiento de ayuda que nos impulsa hacia los más pobres. Queremos luchar para cambiar su mundo y civilizarlos. Queremos cambiar también sus inseguridades por las nuestras y que todos tengan agua, comida, asistencia médica y conexión a Internet. Así todos tendrán la oportunidad de saber, por ejemplo, cómo se fabrica una bomba.
Y así, poco a poco, la comprensión que no hemos sido capaces de poner en práctica en nuestros hogares, sale desbocada hacia tierras en las que mandan los señores de la guerra que no tienen el más mínimo sentido de lo que vale una vida, ni del respeto que hay que sentir por los muertos. Mientras tanto, en el mundo mejor que soñamos para los subdesarrollados, podemos sentir tanto respeto a los muertos que somos presa del pánico más escondido y queremos controlar la vida de los demás para encontrar algún significado a la nuestra.
La falta de reacción no implica necesariamente cobardía. Puede ser serenidad. Puede ser orgullo. Puede ser la seguridad de que nunca se va a caer tan bajo como para violar por la fuerza la integridad de los que comparten con nosotros banco en el parque. También hay señores de la guerra sueltos en esa sabana de columpios y gravilla aunque tengamos la certeza de que la venganza sólo consigue rebajarnos.
Y lo que, de verdad, nos une a todos los seres humanos es el cariño y no el odio pero estamos ciegos ante las enfermedades y las contradicciones a las que nos somete continuamente nuestra vida diaria. Y ese cariño que no sabemos dar aunque lo tengamos guardado, es el que construye irresponsabilidades en los niños, lo que les sumerge en una mirada de desprecio hacia un mundo adulto que se queda indiferente ante el día inacabable de la infancia, esa misma que es capaz de premiar con muchas sonrisas cristalinas el trabajo diario, consumiendo ánimos y esfuerzo, poniendo encrucijadas morales sobre la mesa de operaciones y arrasando la moral herida ante la visión de tanta pobreza.
En los ojos de un padre que ha visto demasiado horror hay tranquilidad y una envidiable claridad de ideas. En los de una madre que saborea con amargura la soledad, nunca está la frase precisa y el miedo se hace presente en sus pasos de hospital y nerviosismo. En los de otro hombre que ha perdido a su mujer, está la parálisis de la pérdida y la inercia que rara vez es la solución. En los de un niño acosado está la necesidad desesperada de sentirse querido. En los de un huérfano, llenos de intensidad, está el impulso de la dominación y de estar por encima de las mediocres vidas que le rodean. Y con todos estos personajes, parece que las arenas del desierto se trasladan a la noche nórdica, haciendo que el viento caliente de la desolación se convierta en viento frío de rechazo.
Civilización. Época. Tal vez estar en el momento preciso y en el lugar adecuado regalando generosidad sea el cimiento principal para que el mundo, el mundo de un niño que quiere ser acompañado, el mundo de un enfermo de llagas en un lugar del que nadie se acuerda, sea un sitio mejor para vivir. Cariño. Sinceridad...Y en una azotea de dolor y nada que parece algo, es cuando se puede llegar a saber cuánto nos han querido nuestros padres y los padres de nuestros amigos.
César Bardés
César Bardés [colaborador]
Árida es la tarea de educar a un niño porque, en muchas ocasiones, no se tiene la palabra exacta, o cuando se tiene, no es lo que él quiere oír, o se cree que se tiene y que has dado una lección cuando, en realidad, tus frases han caído en la decepción y en el abandono. A veces ser padre es sumirse en la soledad y en la desorientación y, como niños, tenemos que encontrar en la oscuridad la misma mirada que ellos buscan.
Es paradójico el sentimiento de ayuda que nos impulsa hacia los más pobres. Queremos luchar para cambiar su mundo y civilizarlos. Queremos cambiar también sus inseguridades por las nuestras y que todos tengan agua, comida, asistencia médica y conexión a Internet. Así todos tendrán la oportunidad de saber, por ejemplo, cómo se fabrica una bomba.
Y así, poco a poco, la comprensión que no hemos sido capaces de poner en práctica en nuestros hogares, sale desbocada hacia tierras en las que mandan los señores de la guerra que no tienen el más mínimo sentido de lo que vale una vida, ni del respeto que hay que sentir por los muertos. Mientras tanto, en el mundo mejor que soñamos para los subdesarrollados, podemos sentir tanto respeto a los muertos que somos presa del pánico más escondido y queremos controlar la vida de los demás para encontrar algún significado a la nuestra.
La falta de reacción no implica necesariamente cobardía. Puede ser serenidad. Puede ser orgullo. Puede ser la seguridad de que nunca se va a caer tan bajo como para violar por la fuerza la integridad de los que comparten con nosotros banco en el parque. También hay señores de la guerra sueltos en esa sabana de columpios y gravilla aunque tengamos la certeza de que la venganza sólo consigue rebajarnos.
Y lo que, de verdad, nos une a todos los seres humanos es el cariño y no el odio pero estamos ciegos ante las enfermedades y las contradicciones a las que nos somete continuamente nuestra vida diaria. Y ese cariño que no sabemos dar aunque lo tengamos guardado, es el que construye irresponsabilidades en los niños, lo que les sumerge en una mirada de desprecio hacia un mundo adulto que se queda indiferente ante el día inacabable de la infancia, esa misma que es capaz de premiar con muchas sonrisas cristalinas el trabajo diario, consumiendo ánimos y esfuerzo, poniendo encrucijadas morales sobre la mesa de operaciones y arrasando la moral herida ante la visión de tanta pobreza.
En los ojos de un padre que ha visto demasiado horror hay tranquilidad y una envidiable claridad de ideas. En los de una madre que saborea con amargura la soledad, nunca está la frase precisa y el miedo se hace presente en sus pasos de hospital y nerviosismo. En los de otro hombre que ha perdido a su mujer, está la parálisis de la pérdida y la inercia que rara vez es la solución. En los de un niño acosado está la necesidad desesperada de sentirse querido. En los de un huérfano, llenos de intensidad, está el impulso de la dominación y de estar por encima de las mediocres vidas que le rodean. Y con todos estos personajes, parece que las arenas del desierto se trasladan a la noche nórdica, haciendo que el viento caliente de la desolación se convierta en viento frío de rechazo.
Civilización. Época. Tal vez estar en el momento preciso y en el lugar adecuado regalando generosidad sea el cimiento principal para que el mundo, el mundo de un niño que quiere ser acompañado, el mundo de un enfermo de llagas en un lugar del que nadie se acuerda, sea un sitio mejor para vivir. Cariño. Sinceridad...Y en una azotea de dolor y nada que parece algo, es cuando se puede llegar a saber cuánto nos han querido nuestros padres y los padres de nuestros amigos.
César Bardés
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