En la cámara de descomprensión
José Antonio Sanduvete [colaborador]
Sintió el cierre hermético como el bufido de una locomotora, como una máquina de vapor extenuada.
"Iniciando descompresión".
La voz, robótica y evidentemente artificial, tenía sin embargo un pretendido tono femenino, y su entonación, y la modulación de la frase, intentaban transmitir la calma, la dulzura y la paz que necesita todo aquel que sabe que va a pasar las siguientes veinticuatro horas encerrado en un cubículo de metal.
"Tres... dos... uno... descomprensión iniciada".
Sintió un ligero zumbido en los oídos, nada inhabitual, por otra parte. Es el precio de viajar entre mundos: ligeros dolores de cabeza, posibles náuseas, un día de tu vida perdido en descomprensión. Echó un breve vistazo al temporizador. Veintitrés horas, cincuenta y nueve minutos, treinta y ocho segundos. No lo miraría más. Pasar a depender del temporizador convertiría todo el proceso en un via crucis interminable.
Cerró los ojos. Inspiró profundamente y trató de relajarse. Algunos dicen que el silencio absoluto duele; otros, que aterra. Él opinaba, por el contrario, que el silencio absoluto no existiría mientras existiera una persona con sus capacidades auditivas intactas. Oyó su respiración, oyó el latido de su corazón como un retumbar de tambores llamando a la guerra, oyó la sangre corriendo por sus venas y arterias, primero pesada y rugosa como papel de lija, poco a poco más fluida y ligera, como un riachuelo, como el nacimiento de un arroyo.
Y se bañó en él. Nadó en su sangre y se dejó llevar por la corriente, recorrió su propio cuerpo avanzando en círculo, una y otra vez.
Se sintió flotar. Efecto de la descompresión. Sus miembros ingrávidos se alzaban con sutileza, se trasladaban en un simpático azar, liberados de los dictados de la física.
Repentinamente, se encontró deseando que la descompresión no acabara nunca. No le sorprendió. A veces lo mejor de un viaje entre dos mundos es el período de adaptación intermedio.
Sintió el cierre hermético como el bufido de una locomotora, como una máquina de vapor extenuada.
"Iniciando descompresión".
La voz, robótica y evidentemente artificial, tenía sin embargo un pretendido tono femenino, y su entonación, y la modulación de la frase, intentaban transmitir la calma, la dulzura y la paz que necesita todo aquel que sabe que va a pasar las siguientes veinticuatro horas encerrado en un cubículo de metal.
"Tres... dos... uno... descomprensión iniciada".
Sintió un ligero zumbido en los oídos, nada inhabitual, por otra parte. Es el precio de viajar entre mundos: ligeros dolores de cabeza, posibles náuseas, un día de tu vida perdido en descomprensión. Echó un breve vistazo al temporizador. Veintitrés horas, cincuenta y nueve minutos, treinta y ocho segundos. No lo miraría más. Pasar a depender del temporizador convertiría todo el proceso en un via crucis interminable.
Cerró los ojos. Inspiró profundamente y trató de relajarse. Algunos dicen que el silencio absoluto duele; otros, que aterra. Él opinaba, por el contrario, que el silencio absoluto no existiría mientras existiera una persona con sus capacidades auditivas intactas. Oyó su respiración, oyó el latido de su corazón como un retumbar de tambores llamando a la guerra, oyó la sangre corriendo por sus venas y arterias, primero pesada y rugosa como papel de lija, poco a poco más fluida y ligera, como un riachuelo, como el nacimiento de un arroyo.
Y se bañó en él. Nadó en su sangre y se dejó llevar por la corriente, recorrió su propio cuerpo avanzando en círculo, una y otra vez.
Se sintió flotar. Efecto de la descompresión. Sus miembros ingrávidos se alzaban con sutileza, se trasladaban en un simpático azar, liberados de los dictados de la física.
Repentinamente, se encontró deseando que la descompresión no acabara nunca. No le sorprendió. A veces lo mejor de un viaje entre dos mundos es el período de adaptación intermedio.
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