La paradoja del prisionero
José Antonio Sanduvete [colaborador]
Cuentan que el prisionero llevaba años encerrado en la misma celda. AllĂ pasaba los dĂas y las noches sin compañĂa alguna, salvo la de un guardián que le llevaba de tanto en tanto algo de comer y con el que jamás habĂa cruzado una palabra. La celda era hĂşmeda, gris y desapacible. En uno de sus muros habĂa una pequeña ventana que daba al exterior y a travĂ©s de la cual el prisionero podĂa, durante un par de horas al dĂa, recibir los rayos del sol.
El prisionero, por otra parte, poseĂa una lima. Una vieja lima, oxidada y desgastada. Nadie sabĂa de su existencia, desde luego, como tampoco nadie sabĂa cĂłmo habĂa llegado a manos del prisionero, pues este no hablaba con nadie. Todos los dĂas, cuando el guardián no pasaba, el prisionero frotaba los barrotes de la ventana con la lima mientras murmuraba quejas y llantos, maldiciendo su suerte y la vida que le habĂa tocado vivir. Aquella lima, no obstante, difĂcilmente hacĂa mella en los sĂłlidos barrotes del ventanuco cuya estrechez, por cierto, apenas permitirĂa al prisionero atravesarla.
Un dĂa cualquiera, y sin razĂłn aparente, la puerta de la celda se abriĂł. El prisionero oyĂł un chasquido y cuando levantĂł la vista de su duro trabajo de limado comprobĂł que no se encontraba encerrado. Un fallo elĂ©ctrico, un motĂn, una broma cruel, cualquiera podĂa ser el motivo. AsomĂł la cabeza a travĂ©s de la puerta y mirĂł a un lado y a otro. El guardián no aparecĂa por ninguna parte. El prisionero inclinĂł aĂşn más el cuerpo, sin llegar a poner los pies en el pasillo que llevaba a la salida. La garita de los guardias estaba desierta. El prisionero se preocupĂł un poco, solo hasta que llegĂł a la conclusiĂłn de que no era su problema, de que a Ă©l le daba igual.
Entonces volviĂł a cerrar la puerta de la celda, regresĂł a su ventanuco y siguiĂł limando los barrotes mientras se lamentaba entre murmullos de lo triste que era su vida, de su malhadada suerte y de su incierto futuro.
Cuentan que el prisionero llevaba años encerrado en la misma celda. AllĂ pasaba los dĂas y las noches sin compañĂa alguna, salvo la de un guardián que le llevaba de tanto en tanto algo de comer y con el que jamás habĂa cruzado una palabra. La celda era hĂşmeda, gris y desapacible. En uno de sus muros habĂa una pequeña ventana que daba al exterior y a travĂ©s de la cual el prisionero podĂa, durante un par de horas al dĂa, recibir los rayos del sol.
El prisionero, por otra parte, poseĂa una lima. Una vieja lima, oxidada y desgastada. Nadie sabĂa de su existencia, desde luego, como tampoco nadie sabĂa cĂłmo habĂa llegado a manos del prisionero, pues este no hablaba con nadie. Todos los dĂas, cuando el guardián no pasaba, el prisionero frotaba los barrotes de la ventana con la lima mientras murmuraba quejas y llantos, maldiciendo su suerte y la vida que le habĂa tocado vivir. Aquella lima, no obstante, difĂcilmente hacĂa mella en los sĂłlidos barrotes del ventanuco cuya estrechez, por cierto, apenas permitirĂa al prisionero atravesarla.
Un dĂa cualquiera, y sin razĂłn aparente, la puerta de la celda se abriĂł. El prisionero oyĂł un chasquido y cuando levantĂł la vista de su duro trabajo de limado comprobĂł que no se encontraba encerrado. Un fallo elĂ©ctrico, un motĂn, una broma cruel, cualquiera podĂa ser el motivo. AsomĂł la cabeza a travĂ©s de la puerta y mirĂł a un lado y a otro. El guardián no aparecĂa por ninguna parte. El prisionero inclinĂł aĂşn más el cuerpo, sin llegar a poner los pies en el pasillo que llevaba a la salida. La garita de los guardias estaba desierta. El prisionero se preocupĂł un poco, solo hasta que llegĂł a la conclusiĂłn de que no era su problema, de que a Ă©l le daba igual.
Entonces volviĂł a cerrar la puerta de la celda, regresĂł a su ventanuco y siguiĂł limando los barrotes mientras se lamentaba entre murmullos de lo triste que era su vida, de su malhadada suerte y de su incierto futuro.
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