8-10-10 (Detrás de las paredes)
AL SALIR DEL CINE
César Bardés [colaborador]
Cuando la realidad es insoportable, no queda más remedio que inventarse una serie de realidades paralelas que se basan en el imposible olvido, en la felicidad escapada, en el cariño evadido y en la nada apartada. El dolor es el elemento que más hace sufrir pero, también, el que da más sabiduría ante la desorientación, ante el desesperado grito, ante las sombras cernidas sobre las figuras difusas que ya no son ni siquiera seres vivos. Sólo oscuridad y muerte.
Con mimbres como estos, Jim Sheridan, aquel tipo que supo estremecernos con dramas de pulso firme y crispación evidente como En el nombre del padre o The boxer, o incluso arrancar una sonrisa ante la creación y la desgracia descritas en Mi pie izquierdo, tenía un buen punto de partida para hacer una película que podría haber caminado con peligro entre la locura y el asesinato.
En lugar de eso, cuesta reconocer a este director en un drama flojo, confuso, por momentos ridículo y ausente de explicaciones cuando la historia las pide con alaridos de angustia. En algunos instantes, Sheridan consigue prender al público por las solapas pero, carente de fuerza y de creencia en lo que hace, lo pierde a los pocos segundos. Claro, sin duda éste es un producto de encargo para un señor que lleva varios reveses comerciales de cierto calado pero aún así, se tendría que esperar algo más de un hombre cuyo mayor acierto había sido siempre encontrar el tono adecuado en historias de personalidades equívocas.
Ni siquiera sabe aprovechar con energía la enorme ventaja de contar con un reparto que incluye nombres como los de Daniel Craig, Naomi Watts, Rachel Weisz, añadiendo la delicia de volver a ver a Jane Alexander y el desperdicio inútil de Elias Koteas. Se construye la trama y, de repente, todo cambia. No hay sugerencia posible. Sólo unas imágenes, un par de explicaciones, el protagonista se pone a llorar y se modifica el punto de vista. Y que el público apenque. ¿No habían ido a ver una de sustos? Pues aquí el único susto que hay es el de pagar una entrada para ver algo que podría haber hecho un estudiante no muy aventajado de primer curso de la Escuela de Cine.
Y es que detrás de las paredes, título absurdo por otra parte, no hay más que vacío. Sheridan tendría que haber tomado el camino de la inquietud psicológica o, si se me apura, de una investigación en toda regla desde la locura. La resolución del asunto es de risa histérica. Con fantasmas y todo presenciando la sublime escena. La metáfora de prender fuego al pasado está más vista que las barbas de los candidatos a las próximas elecciones. Y es que es muy evidente que hay una falta de interés insultante ante toda la historia. Ningún trabajo es especial. Lo grisáceo se mezcla con lo rojo. Y eso no es suficiente para despertar nada que sea lejanamente parecido ni al miedo, ni al suspense.
Incluso hay maneras muy torpes de presentar personajes. En lugar de centrar bien todas las implicaciones que puede tener el cuento de terror, Sheridan coge elementos ya vistos en El resplandor, de Stanley Kubrick; en Al final de la escalera, de Peter Medak y, aunque parezca mentira, de esa historia de Antonio Buero Vallejo llamada La fundación y que también consistía en inventarse realidades para hacer más soportable la verdad.
Así pues, más vale no perder el tiempo. Los números 8-10-10 son el enigma más atractivo de una película que no pasa del 3. Para que un fulanito te cuente una historia con una desgana propia de un sicario más chapuzas que Otilio, más vale perderse en la oscuridad del salón y ponerse cualquiera de los títulos de nuestra filmoteca particular. En lo que a mí respecta, la inteligencia se me ha quedado dormida en la butaca de un cine en el que echaban Detrás de las paredes. Y es que durante una hora y media, la realidad me ha parecido absolutamente insoportable y he imaginado que sabía escribir algo sobre cine. De locos.
César Bardés
César Bardés [colaborador]
Cuando la realidad es insoportable, no queda más remedio que inventarse una serie de realidades paralelas que se basan en el imposible olvido, en la felicidad escapada, en el cariño evadido y en la nada apartada. El dolor es el elemento que más hace sufrir pero, también, el que da más sabiduría ante la desorientación, ante el desesperado grito, ante las sombras cernidas sobre las figuras difusas que ya no son ni siquiera seres vivos. Sólo oscuridad y muerte.
Con mimbres como estos, Jim Sheridan, aquel tipo que supo estremecernos con dramas de pulso firme y crispación evidente como En el nombre del padre o The boxer, o incluso arrancar una sonrisa ante la creación y la desgracia descritas en Mi pie izquierdo, tenía un buen punto de partida para hacer una película que podría haber caminado con peligro entre la locura y el asesinato.
En lugar de eso, cuesta reconocer a este director en un drama flojo, confuso, por momentos ridículo y ausente de explicaciones cuando la historia las pide con alaridos de angustia. En algunos instantes, Sheridan consigue prender al público por las solapas pero, carente de fuerza y de creencia en lo que hace, lo pierde a los pocos segundos. Claro, sin duda éste es un producto de encargo para un señor que lleva varios reveses comerciales de cierto calado pero aún así, se tendría que esperar algo más de un hombre cuyo mayor acierto había sido siempre encontrar el tono adecuado en historias de personalidades equívocas.
Ni siquiera sabe aprovechar con energía la enorme ventaja de contar con un reparto que incluye nombres como los de Daniel Craig, Naomi Watts, Rachel Weisz, añadiendo la delicia de volver a ver a Jane Alexander y el desperdicio inútil de Elias Koteas. Se construye la trama y, de repente, todo cambia. No hay sugerencia posible. Sólo unas imágenes, un par de explicaciones, el protagonista se pone a llorar y se modifica el punto de vista. Y que el público apenque. ¿No habían ido a ver una de sustos? Pues aquí el único susto que hay es el de pagar una entrada para ver algo que podría haber hecho un estudiante no muy aventajado de primer curso de la Escuela de Cine.
Y es que detrás de las paredes, título absurdo por otra parte, no hay más que vacío. Sheridan tendría que haber tomado el camino de la inquietud psicológica o, si se me apura, de una investigación en toda regla desde la locura. La resolución del asunto es de risa histérica. Con fantasmas y todo presenciando la sublime escena. La metáfora de prender fuego al pasado está más vista que las barbas de los candidatos a las próximas elecciones. Y es que es muy evidente que hay una falta de interés insultante ante toda la historia. Ningún trabajo es especial. Lo grisáceo se mezcla con lo rojo. Y eso no es suficiente para despertar nada que sea lejanamente parecido ni al miedo, ni al suspense.
Incluso hay maneras muy torpes de presentar personajes. En lugar de centrar bien todas las implicaciones que puede tener el cuento de terror, Sheridan coge elementos ya vistos en El resplandor, de Stanley Kubrick; en Al final de la escalera, de Peter Medak y, aunque parezca mentira, de esa historia de Antonio Buero Vallejo llamada La fundación y que también consistía en inventarse realidades para hacer más soportable la verdad.
Así pues, más vale no perder el tiempo. Los números 8-10-10 son el enigma más atractivo de una película que no pasa del 3. Para que un fulanito te cuente una historia con una desgana propia de un sicario más chapuzas que Otilio, más vale perderse en la oscuridad del salón y ponerse cualquiera de los títulos de nuestra filmoteca particular. En lo que a mí respecta, la inteligencia se me ha quedado dormida en la butaca de un cine en el que echaban Detrás de las paredes. Y es que durante una hora y media, la realidad me ha parecido absolutamente insoportable y he imaginado que sabía escribir algo sobre cine. De locos.
César Bardés
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