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Al salir del cine: SANGRE PURA (Caballo de batalla)

César Bardés [colaborador].-

El galopar de un caballo en el tambor de la llanura es el mensaje rítmico de la nobleza. La mirada persigue el cariño, y el agradecimiento es la lealtad. La seguridad de que por las venas del equino corre sangre pura hecha de valentía es la apuesta para seguir adelante en la lucha. El corcel está hecho para no rendirse, para ser la conciencia y la verdad, para convertir la intuición en ética. Y es entonces cuando todo el que le tiene frente a frente sabe que su sabiduría de animal es un ejemplo de humanidad.

La paciencia es exigente y cuando se derrocha suele devolverse con creces. La perseverancia de los perdedores es un triunfo en sí mismo. La tierra no regala nada y las pezuñas del caballo se agarran como ventosas al suelo cicatero. La humillación es un espectador molesto y la ira sin más razón que la derrota no sirve de nada. No importa perder todas las carreras de la vida, lo que importa es colocarse otra vez en la línea de salida para tratar de vencer. Es el material del que están hechos los hombres tranquilos.



El mundo se desmorona y la nobleza obliga. Los galones relucen y las armas humean. En el galopar se conoce al animal que tiene madera de héroe. Las espadas apuntan hacia la carga de una brigada ligera y la muerte cambia los destinos. Un muchacho con el rostro lleno de barro cree que un caballo puede curar y vuelve a cuidarlo, a sentirlo y a montarlo. El ojo refleja la ilusión después de la fría noche. Y una niña, con el cariño a punto, se dispone a arrancar un poquito de felicidad a una vida que se ha empeñado en quedársela toda. Una temerosa iniciativa, un galopar hacia la utopía y los cañones vuelven a sonar con toda su pesadez, con toda su crueldad de máquinas de guerra. La voluntariedad del instinto es la heroicidad. Con sus brazos viscosos, el barro se pega a la fuerza, y los días se apagan poco a poco. Es la realidad que se empeña en trazar todos los senderos de gloria que acaban en el cementerio.

El agotamiento es el enemigo a batir, y cuando hay que correr, se hace con toda la espectacularidad de la elegante zancada del indomable. Los alambres de espino parecen plantas sembradas en el camino y, en medio de la tierra de nadie, donde muchos dan todo, hay un conato de amistad absurda, una sonrisa de solidaridad, un remordimiento rememorado, unas tenazas oportunas y una moneda lanzada al aire. Nada en la tierra de nadie. Tan sólo la seguridad de que, incluso en la más cruel de las guerras, el ser humano sigue siendo capaz de sacar lo mejor.

Un viejo maestro lleno de música y años pone la banda sonora, un polaco que sabe colocar filtros nos da fotografías de ensueño y un judío que creció con el cine dirige con impecable brío cada uno de los trotes de un caballo que miró siempre hacia delante con la nobleza como uniforme, con la estima como pago, con el precioso cabalgar como símbolo de libertad de espíritu, de entrega y de amistad. Durante todo el narrar, la emoción se coloca desde el mismo prólogo, dando algún pinchazo en la garganta de vez en cuando, manteniendo algo vivo dentro de todos. En los peores tiempos, la esperanza es la motivación y el depósito del cariño debe estar siempre lleno, exigiendo el mejor valor, demostrando lo que se merece, atendiendo a la llamada de la sangre. De la sangre pura que también algunos humanos pueden poseer. Del maravilloso don de darse a los demás a través de los músculos y las patas de un caballo de piel de prado y crines de viento. La guerra está detrás de cada trigal. El empuje es capaz de destrozar piedras y convertir los obstáculos en la satisfacción de seguir vivos. Es el ocaso del bello atardecer recordando palabras que ponían a Dios por testigo. Es el orgullo que recoge en un puño al corazón. Es la lágrima reprimida por la emoción del buen cuento, del buen cine, del buen caballo.

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