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Al salir del cine: NUESTROS ADORABLES VECINOS (Las chicas de la sexta planta)


César Bardés [colaborador].-

Gabachos y Manolos. Ah, esa gran vecindad. Ellos no comprenden la mentalidad española. Esa incomprensible manía por estar en permanente celebración después de veintiocho horas de trabajo seguidas. Españolitos ruidosos, inoportunos, de moral dudosa y limpieza en entredicho. Se van a Francia a trabajar. Claro, son tan incultos que incluso tuvieron la indecencia de marcarse una guerra civil. Son gente sin reglas, sin orden, sin decencia. Pero, en fin, si no hay más remedio que emplear a una española como sirvienta, no quedará más remedio que ser burgueses ¿no?

Y así, un francés aburguesado hasta la médula comienza a ver la humanidad que se desprende de una copla, de una sonrisa, de una dedicación completa a un trabajo que suele estar bien hecho a pesar de la cantidad de horas. Y encima estas españolas no se quejan. Claro que si las vieran… Cuando los señores no están, pasan la aspiradora bailando la canción de moda, cantan mientras planchan, se desmelenan mientras doblan la ropa de cama. Anárquicas por naturaleza. Cotillas por devoción. Así se fueron ellos en mayo de 1808. Perplejos por ser derrocados por un país que se rebeló sin mediar conspiración previa. Increíble. Único. Absolutamente reprochable. No saben organizarse pero, diantre, tienen orgullo estos Manolos.


Fíjense bien, señores. En una modesta portería, de papel pintado hortera y exiguo espacio, se organizan una paella (“paela”) y se lo pasan pipa. Eso denota su falta de clase, de estilo, de elegancia. Su dejadez intrínseca. Eso no lo haría nunca un galo de bien. Ellos van a la ópera, organizan recepciones, nunca pegan gritos en patios de eco comprobado, son verdaderos caballeros que dejan la pasión para los años de juventud, y, por supuesto, son una maravillosa fábrica de liberales de salón que, un día, se echaron a la calle, organizaron la trifulca a De Gaulle y quedaron como la generación más inconformista de jóvenes revolucionarios bajo el mítico nombre del mayo del 68. Eso sí, sujetaban las pancartas con ropa de marca.

No deja de ser curioso que esta película la dirija un francés y se dedique a poner a caldo los usos y costumbres de sus propios compatriotas frente a la alegría de vivir hispana como algo natural y ejemplar, a pesar de que no duda en tachar al pueblo español de pobre, inculto y bastante paleto. Mirada de burgués al que los vecinos le hacen gracia. Y que pretende denunciar el rastro de superioridad basado en suspicacias ancestrales que se han colgado como etiquetas en la definición española. En algo, hay que confesarlo, tienen razón. Pero ellos no son perfectos al sostener su vida en apariencias más vacías que la cáscara de un huevo duro.

A destacar el trabajo de Fabrice Luchini, estupendo en su perplejidad, férreamente humano e insólito en su impavidez, acompañado de Sandrine Kiberlain, aburguesada, aburrida, estúpida, superficial, sin diferencias con el puñado de doncellas españolas a las que dan vida de forma creíble un estupendo elenco de actrices que, por una vez, no hablan susurrando y que llenan de color unas vidas grises, vacías e indiferentes.

Quizá el gran error de la película sea no insistir más en esas pintorescas y divertidas diferencias y decantarse hacia la típica y tópica historia de amor como metáfora dirigida a los franceses con la lección un tanto simple de que basta acercarse un poco a España como para enamorarse perdidamente de ella. Tal vez, aún en tiempos en los que todo va mal, puede que tengan razón. España es un país para enamorarse, de bellezas escondidas bajo el delantal, de encantos dichos a gritos, de miradas indiscretas y orgullos exhibidos. Nuestros adorables vecinos nos quieren. ¿No es para llorar de emoción? Ni los Pirineos son capaces de separarnos. A nuestros brazos y olé, cher amis.

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