Alienados
Francisco M. Navas [colaboraciones].-
Imagínense el andén de una estación con unas veinte personas sentadas en sus bancos, wasapeando. Vuelvan a imaginar ahora el interior del vagón de un tren cualquiera, con otras cuarenta y cinco o cincuenta personas haciendo exactamente lo mismo. Son escenas cotidianas de un mundo en el que da igual que te encuentres rodeado de gente: el factor común es la incomunicación.
A los que venimos de la cultura del papel y del bolígrafo, nos asombra la velocidad con la que los jóvenes y los no tan jóvenes teclean en sus teléfonos móviles, acortando palabras, simplificando, añadiendo muñecotes de todo tipo. Si de un intercambio de ideas se tratase, si esas interminables conversaciones telemáticas girasen alrededor de un asunto político, social o filosófico, nos hallaríamos sin duda ante una nueva edad de oro de la cultura protagonizada por nuestros jóvenes. Pero mucho me temo que tan sólo se trata de conversaciones a distancia con uno o varios interlocutores, intercambiando imágenes, simplezas o sandeces.
Viajo desde Sevilla a San Fernando, y observo con curiosidad a una chica de unos veintisiete años que lee un texto en su teléfono. Sí, como lo oyen, ella no wasapea, lee. Se me representa un ave raris en medio de tanta vulgaridad. El resto, a lo suyo. Los dedos pulgares se deslizan a toda velocidad, desplazando imágenes, escribiendo frases, abriendo y cerrando aplicaciones.
También muchos mayores se han contagiado de esta penosa enfermedad. Si se pasase una prueba oral o escrita a los pasajeros del vagón sobre el aspecto del paisaje que recorremos, la manera en que se refleja el sol en los esteros, la blancura intermitente de los campos de algodón, la suciedad y el caos de los arrabales de las ciudades o pueblos por los que pasamos, incluso el aspecto de las estaciones en las que nos detenemos, seguramente la mayoría de ellos suspendería, porque son incapaces de sustraerse al veneno de su pantallita.
PERDIDOS SIN EL MÓVIL
El teléfono móvil mantiene entretenida a esta generación de milenials que nunca ha acudido a las manifestaciones en defensa de un trabajo digno, o de una sanidad pública de calidad, o de unos servicios sociales que también ellos, tarde o temprano, necesitarán.
El capitalismo se ha encargado de proveerlos de unos pequeños artefactos con los que juegan sin cesar, intercambian fotos, graban continuamente selfies y mensajes de voz y los mantienen alienados en el reducido espacio de apenas sesenta centímetros cuadrados. Sin su móvil se encuentran perdidos, desamparados, desubicados de un mundo que los idiotiza a diario.
Se conforman con su paga de fin de semana, con sus estudios universitarios, de bachillerato o de formación profesional, y con las prendas de vestir vulgares y adocenadas con las que se adornan. Algunos, incluso, han conseguido adquirir un patinete eléctrico a base de negociar a sangre y fuego, ahora sí, con sus respectivos padres. Creen que a su edad el tiempo se detiene, y que la juventud, divino tesoro, los bendecirá eternamente con su frescura y su vitalidad.
Se equivocan. Se equivocan de medio a medio. Porque su generación ha brotado en una sociedad libre, democrática, asentada económicamente, con casas confortables, con dormitorio propio, con televisores en color de última generación y con frigoríficos atestados de comida.
LOS NUEVOS RICOS DE NUESTRA ERA
Atrás quedaron las camas plegables, las paredes desnudas, las mantas para calentarse en invierno, los braseros, la escasez de alimentos, los aparatos de radio y los televisores con la pantalla cubierta por un papel celofán de tres colores para disimular su triste blanco y negro.
Son los nuevos ricos de nuestra era, porque nada de lo que poseen lo han tenido que sudar, y con toda probabilidad, si no espabilan, serán los nuevos parias del futuro, porque los poderosos los mantienen alienados con sus pantallitas para que no tengan tiempo de cavilar sobre los sueldos de miseria que les pagarán en un futuro próximo, o las interminables horas de trabajo que les esperan cuando, más tarde que pronto, deban incorporarse al mercado de trabajo.
Me dan ganas de levantarme de mi asiento y, levantando los brazos para llamar su atención, espetarles a voz en grito: “¡Apagad vuestros teléfonos y hablad entre vosotros, discutid, opinad, escuchad las noticias, leed esos libros que os transportarán a un mundo mágico y que sin duda os transmitirán la sabiduría de personas como vosotros, y luchad, luchad siempre sin desfallecer por vuestros derechos!”.
Sin embargo, me quedo sentado y continúo observándolos, felices, ingenuos, inocentes al fin y al cabo, y sufro inmensamente más por el futuro que les espera que por el mío, que a fuerza de trabajar toda una vida ya tengo resuelto. A mí seguramente los años venideros me depararán alguna que otra enfermedad, una cierta miopía o algo de vista cansada, y con toda certeza, problemas con la próstata a medio o largo plazo. A ellos les espera un auténtico calvario.
EL VERDADERO VALOR DE LAS COSAS
Desvío la mirada hacia el exterior y veo pasar el paisaje a ciento sesenta kilómetros por hora. Y me maravillo de lo pronto que pasa el tiempo, aun cuando a veces creamos que se ha detenido por un momento, o crean ellos, los jóvenes, que sus vidas no se precipitan segundo a segundo hacia su propia muerte.
Y se me representa por un instante la doble imagen de mis padres, siempre admirados, inigualables. Guapo, trabajador como nadie e íntegro él; hermosa, inteligente y brillante ella. Son ellos mismos los que me inculcaron desde muy pequeño la necesidad de esforzarme, de luchar, de no rendirme, de intentar ayudar al débil, de labrarme yo mismo y para mí mi propio futuro.
Sin móviles, sin patinetes, sin pulseras en la muñeca, sin gorritas de beisbol, sin zapatillas deportivas, sin ropa de marca, sin cortes de pelo de dieciocho euros. Con una muda de ropa a estrenar por el Corpus y otra por Navidad, y un par de zapatos gorila que debía soportar, estoico, todo un curso escolar, o acaso dos, hasta que el pie creciera. Nunca podré agradecerles lo suficiente el haberme enseñado el verdadero valor de las cosas.
Todos los hemos visto. Pegados permanentemente al teléfono, pueden aislarse en medio de una multitud. Chateando, wasapeando, o hablando interminablemente por teléfono. En cualquier caso, alejados de la realidad.
¡Excelente, pero para mí, demasiado benévolo; ya que donde dices estudiantes de...., deberías decir NINIS, porque esa es la triste realidad!.
ResponderEliminarInútiles a los que tanto PODEMOS, IU, MÁS PAIS, BILDU, ERC, PSOE y ahora PP, quieren agasajar con bonos y subvenciones, simplemente a cambio de NADA.
Y respecto a las personas mayores que se han enganchado a esta sinrazón, parafraseo lo que decía un honrado sabio llamado Julio Anguita: "Tenemos, lo que nos merecemos".
Vamos como los cangrejos.
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