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Anticuentos de Navidad. 2

El hombre que debiĂł reinar
José Antonio Sanduvete
[colaborador]

- Manolo, ponme un pacharán.
- ¿Estás seguro, Pepe? Que yo te lo pongo, pero que es Nochebuena. ¿No te estará esperando tu señora?
- ¡Coño, Manolo! Y tu quiĂ©n eres, ¿mi madre? Ponte la copa y dĂ©jate de tonterĂ­as…
Manolo callĂł, como un buen barman, y Pepe le dio el primer sorbo al pacharán. Nochebuena. ¿Y quĂ© más daba? ¿Acaso no iba todas las Nochebuenas a tomarse una copita antes de la cena? ¿Acaso no lo hacĂ­a todos los dĂ­as? Desde luego es que este Manolo, cuando empezaba con los remilgos…


No habĂ­a mucha gente aquella noche en el bar. Como sucedĂ­a casi siempre, de hecho. Los cuatro parroquianos habituales y aquel tipo desconocido, sentado junto a Pepe y tomando un cortado. No era habitual que los forasteros se detuvieran por allĂ­.
- Y tĂş, ¿quĂ© haces por aquĂ­?
- Nada en especial. Celebro mi cumpleaños.
- Pues vaya. ¿No tenĂ­as otro sitio mejor?
El forastero esbozo una media sonrisa con regusto amargo. Pepe le devolviĂł la sonrisa y le ofreciĂł la mano.
- Soy Pepe.
- Yo, JesĂşs.
- Coño, claro. JesĂşs, que cumple años en Navidad. Con razĂłn te pusieron ese nombre, ¿no? ¿Y cuántos cumples, si no es mucho preguntar?
JesĂşs volviĂł a sonreĂ­r apaciblemente. “A los hombres no les importa confesar su edad”, pensĂł Pepe.
- Muchos. – ContestĂł. – Dos mil y pico.
La sonrisa se borrĂł del rostro de ambos. Pepe soltĂł la mano que hasta entonces estrechaba. “Otro loco”. MirĂł a Manolo, que fregaba vasos al otro lado de la barra y habĂ­a desatendido la conversaciĂłn desde antes de que esta comenzara. Al fin y al cabo, una charla absurda le distraerĂ­a un rato antes de volver a casa.
- SĂ­, ya, claro… pues bien llevados, chaval.
- Bueno, ya sabes… DespuĂ©s de resucitar de entre los muertos uno deja de envejecer para toda la eternidad.
Pepe apurĂł el pacharán de un trago y pidiĂł otro inmediatamente. Manolo le puso cara de reproche pero le sirviĂł igual. “Si Ă©l fuera yo”, pensĂł Pepe, “estarĂ­a en casa con su mujer en lugar de chupar en un bar. Que le den…”. MirĂł la hora, todavĂ­a no era tarde. El desconocido seguĂ­a allĂ­ sentado. Tal vez serĂ­a divertido continuar la farsa.
- Y bien… asĂ­ que llevas toda la eternidad vagando por el mundo, ¿eh?... como un condenado.
- Bueno, -respondiĂł JesĂşs-. En realidad cumplo una misiĂłn.
- Una misiĂłn divina, supongo.
JesĂşs asintiĂł y volviĂł a su media sonrisa de beatitud.
- ¿Y se puede saber cuál es esa misiĂłn? No será un secreto…
- No, en realidad no. Se trata simplemente de ajustar cuentas pendientes. Por la falta de fe de los hombres fui asesinado, y hasta que los hombres no recuperen esa fe perdida no podré salvarles. Cada Nochebuena elijo una buena persona, un alma descarriada, y le confieso mi identidad. Él sólo tiene que creerme. Sólo con su fe sincera este mundo abriría sus puertas a una nueva era de paz, y de amor, y de confraternidad. Sólo necesito que me crean.
- Vaya, tremenda historia – respondiĂł con sorna Pepe-. ¿Y a quiĂ©n has elegido este año?
Jesús calló. Pepe también calló, y pensó. Miró a Jesús y este le miraba a él, y en sus ojos Pepe encontró un universo de paz, una promesa de eternidad.
Mierda.
Pepe apuró el segundo pacharán, le dejó el dinero a Manolo y se incorporó.
- Me voy.
- ¿Te vas?
- SĂ­, tengo que irme, mi mujer me espera.
- Hace un minuto has pensado que aĂşn era pronto.
- ¿Ahora lees los pensamientos? Hace un minuto era pronto, ya no lo es.
- No me crees. ¿Es eso?
Cuando cerrĂł tras de sĂ­ la puerta del bar, todavĂ­a JesĂşs le estaba mirando. Lo Ăşltimo que vio Pepe fueron sus ojos. Pero esta vez no reflejaban paz, no reflejaban amor. Reflejaban una profunda y severa tristeza.

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