El grito
José Antonio Sanduvete [colaborador]
Gritar es signo de histeria, de debilidad. Quien grita da muestras evidentes de haber perdido el control de sus emociones, de sentirse presa de tensiones insoportables que precisan desahogo, de ser vĂctima de pasiones, dolores o inquietudes que de ningĂşn modo le son provechosas.
Jamás gritará quien se encuentre en paz consigo mismo y con su entorno, jamás gritará, por tanto, un iluminado, un eremita, un anacoreta.
Los seres superiores, de hecho, no gritan. ¿Alguien ha oĂdo alguna vez el grito de un dios o de un ser de luz, ya sea ángel o demonio? SĂłlo cuando el ser humano, tĂmido en sus pretensiones y corto en su imaginaciĂłn, les dota de ilusorias cualidades humanas.
Las plantas no gritan, por más dolor que se les inflija. Las plantas, tal vez, sean seres superiores.
Los muertos no gritan.
El grito de Munch no grita. La figura se retuerce en el lienzo, sentimos su dolor y lo compartimos, pero su grito no llega a nuestros oĂdos.
Aunque, tal vez, nuestra sea la falta. Porque no lo oĂmos, pero el grito existe. Un grito desgarrador, aterrador, un grito interno que muchos son incapaces de comprender.
Tal vez ese grito, mudo para nosotros, sea el grito de los elegidos. Tal vez las plantas gritan y lanzan su grito al cielo, tal vez los dioses gritan, gritan sin poder dejar de hacerlo, gritan por el mundo que crearon y lo hacen desde el maldito primer instante de la vida.
Los muertos gritan, gritan en sus tumbas, gritan sus espĂritus, gritan por haber sufrido la condena de existir. Y no los oĂmos.
Los muertos, definitivamente, son seres superiores.
Gritar es signo de histeria, de debilidad. Quien grita da muestras evidentes de haber perdido el control de sus emociones, de sentirse presa de tensiones insoportables que precisan desahogo, de ser vĂctima de pasiones, dolores o inquietudes que de ningĂşn modo le son provechosas.
Jamás gritará quien se encuentre en paz consigo mismo y con su entorno, jamás gritará, por tanto, un iluminado, un eremita, un anacoreta.
Los seres superiores, de hecho, no gritan. ¿Alguien ha oĂdo alguna vez el grito de un dios o de un ser de luz, ya sea ángel o demonio? SĂłlo cuando el ser humano, tĂmido en sus pretensiones y corto en su imaginaciĂłn, les dota de ilusorias cualidades humanas.
Las plantas no gritan, por más dolor que se les inflija. Las plantas, tal vez, sean seres superiores.
Los muertos no gritan.
El grito de Munch no grita. La figura se retuerce en el lienzo, sentimos su dolor y lo compartimos, pero su grito no llega a nuestros oĂdos.
Aunque, tal vez, nuestra sea la falta. Porque no lo oĂmos, pero el grito existe. Un grito desgarrador, aterrador, un grito interno que muchos son incapaces de comprender.
Tal vez ese grito, mudo para nosotros, sea el grito de los elegidos. Tal vez las plantas gritan y lanzan su grito al cielo, tal vez los dioses gritan, gritan sin poder dejar de hacerlo, gritan por el mundo que crearon y lo hacen desde el maldito primer instante de la vida.
Los muertos gritan, gritan en sus tumbas, gritan sus espĂritus, gritan por haber sufrido la condena de existir. Y no los oĂmos.
Los muertos, definitivamente, son seres superiores.
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