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PÁNICO DE NO TENER (Los chicos están bien)

AL SALIR DEL CINE
César Bardés
[colaborador]

Una pareja de lesbianas utilizaron esperma de un donante para poder fecundar a sus hijos. Los niños crecieron felices y contentos dentro de un contexto bastante equilibrado. De pronto, un tercer elemento se inmiscuye en sus vidas. Es un hombre que ha dejado pasar demasiadas oportunidades y desea agarrar una para justificar el único aspecto de su existencia que ha quedado incompleto. Ya no es hora de aventuras y de decisiones. Tampoco lo es de donar esperma para sacarse unos dólares extra.



Él es un hombre que ha tenido un razonable éxito con comida microbiológica que cultiva y cocina en un restaurante de su propiedad. Pero no tiene estabilidad en la emoción, le falta saborear el sentir, el saber, el querer. Las paredes de su casa están desnudas y hace falta que alguien con las manos llenas de cariño las llene con cuadros y detalles que son rutina para muchos pero que también son inalcanzables para otros. Y así surge el desequilibrio, la sensación de pánico que a todos invade porque creen que no tienen. Surge el error en una de las lesbianas y el miedo a la soledad se impone a la otra, precisamente a aquella que lucha con denuedo por tener la vida controlada, a veces a costa de su mal carácter, de su desconfianza hacia lo ajeno, de su inseguridad patológica que nunca muestra. El pánico de no tener. La seguridad de ser prescindible.

Así, asistimos con naturalidad al día a día de una familia a la que merodea la felicidad porque se respetan algunas manías, se toleran otras, se pasan por alto las malas contestaciones y subyace un profundo amor en todos ellos porque no quieren que las cosas cambien. Han ido bien hasta ahora así y no tiene por qué venir nadie a cambiarlas. En el vértice de la pirámide familiar está Annette Bening, soberbia como la que encarna el empuje y la serenidad, pero también durísima en la prohibición, intolerante hasta la irritación, equivocada en el planteamiento y pacífica en el desenlace. A su lado, jugando a cosas propias de matrimonio absolutamente normal, está Julianne Moore, intentando salir con esfuerzo del rincón al que se ve sometida por la personalidad dominante de su pareja, comprensiva y desgastada, agotada y proclive al error como escape. En el otro lado del triángulo escaleno está Mark Ruffalo, el elemento que inclina una balanza que no necesitaba ninguna intervención exterior, que se da cuenta de que su búsqueda nace al andar y no al iniciar el camino. Estos tres intérpretes hacen creer que los abrazos valen, que los días transcurren y no tienen por qué ser peores si no hay gestos de cariño y que un buen vaso de vino saboreado con sinceridad es un todo un pedazo de vida.

Se deja ver, con cierta distancia pero también con un ápice de comprensión, de acercamiento suave y de leve roce en la mano. Tiene algunos errores de disgregación pero son fácilmente perdonables porque el conjunto no hace más que hablar de vidas normales, con problemas normales, con hijos normales, con inquietudes un poco inútiles, pero humanas. Hay pasajes de cierta belleza y, sobre todo, un puñado de tranquilidad que no se basa en fotografías bonitas, ni en extrañísimos movimientos de cámara sino en la comodidad que emana de sus imágenes. Ya lo dijo José Ortega y Gasset: “La mejor celebración es la perfecta normalidad” y esta película, de tan normal, es un motivo de celebración. Sabemos que una pareja homosexual puede funcionar siempre que tenga algo tan sencillo y simple como es el amor. Sabemos que un hombre puede sentirse solo e intentar evadir la soledad es algo que todos hemos tratado de conseguir alguna vez. Y, sobre todo, sabemos que los chicos están bien, que crecen sanos, normales, con personalidad, con criterio, con libre pensamiento y que los estúpidos prejuicios son los que hacen que tengamos pánico, quizá pánico de no tener lo mismo.

César Bardés



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