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Dies irae [colaboración]

José Antonio Sanduvete [colaborador].-

El hombre de negro conectó el reproductor, se sentó en su sillón favorito, se desanudó la corbata, cerró los ojos y echó atrás la cabeza. Respiró profunda, calmadamente. Dios, cómo necesitaba extinguir esa maldita tormenta interior, apaciguar su alma.

Las notas del Requiem comenzaron a reventar en las paredes de la habitación. El hombre de negro pensó que Mozart, tal vez, se sintiera igual de aturdido y agotado cuando las compuso. Sintió compasión por el músico austríaco. La misma, por cierto, que sentía por sí mismo.

Mierda de trabajo. No estaba pagado, maldita sea, tanto estrés, tanta preocupación. En los últimos tres días había estallado un reactor en una base secreta en la Antártida que había liberado no se cuántos gases radiactivos, un reptiliano infiltrado en el Parlamento Europeo había amenazado con desvelar su origen si no era invitado a la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Londres, un feto híbrido humano-selenita se había convertido, en solo cinco horas y de forma inexplicable, en un adolescente díscolo que se había escapado del laboratorio para asistir a un concierto punk, el representante de los hombres grises de Alfa Centauro había presentado una queja oficial contra los "nórdicos" de Vega por las frecuentes infracciones del tráfico aéreo de naves interdimensionales... en fin, un desastre organizativo del que él no era responsable pero de cuya solución había de encargarse indefectiblemente.

Como un bombero apagando fuegos, pero fuegos interestelares, fuegos secretos que no le reportaban admiración ni homenajes del pueblo, fuegos que solo le daban dolor de cabeza y unas ganas terribles de jubilarse.

El hombre de negro abrió los ojos sobresaltado. El teléfono rojo acababa de sonar. Un annunaki había dado un golpe de estado en un país centroafricano y amenazaba con mostrar las naves que se ocultaban en la cara oculta de la luna si su país no recibía ciertas ventajas arancelarias.

Deseó que los extraterrestres nunca hubieran existido. Deseó ser tan ignorante como casi todos. Deseó una vida común y corriente. Ya sonaba el Dies irae. Cualquier día lo mandaba todo a freír puñetas, se plantaba en un programa del corazón, contaba lo que sabía y se convertía en el friqui de moda. Esos sí que vivían bien.

Saber la verdad no tiene precio... pero tener que ocultarla, maldita sea, ese trabajo no está pagado...

1 comentario:

  1. Buen comentario de Jose Antoni Sanduvete, te felicito.

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