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Diecisiete Españas, más dos


Francisco M. Navas [colaboraciones].-

La llegada del coronavirus a España está sometiendo a nuestro país a un test de estrés que retrata nítidamente los valores y las carencias de nuestra sociedad. En primer lugar, la descoordinación de las Comunidades Autónomas entre sí, compitiendo en incompetencia, válgame la redundancia, frente a una pandemia que no entiende de fronteras, ni de banderas, ni de credos.

En segundo lugar, nuestra clase política en general, más preocupados en poner zancadillas al contrario o en obtener ventaja política a costa de lo que sea, que en buscar soluciones conjuntas que redunden en beneficio de la población en general. Y en tercer lugar lo que se conoce como el pueblo llano que, silenciosa pero disciplinadamente, salvo algunas decenas de imbéciles con los que a diario nos topamos, se esfuerzan en respetar un confinamiento que ha supuesto un cambio radical en nuestra manera de vivir y de relacionarnos con los demás.

Hemos confundido muchas cosas que será necesario revisar. Diversidad nunca significa anarquía, y mientras muchos de nuestros políticos se comportan como aficionados soberbios a los que el cargo les viene grande, la gente de a pie se esfuerza en inventar nuevas formas de ayudar a los demás, esto es, de contribuir desinteresadamente al bien común. Afortunadamente, si la gente no se comportase a diario con mucho más sentido común que nuestros gobernantes, este país sería ingobernable.

Resulta evidente que muchos de nuestros esquemas se nos han venido abajo. La muerte tiene una cara muy fea, y la amenaza de un enemigo invisible, que no se ve venir, asusta al más pintado. Pero también asustan la precariedad laboral, la falta de ingresos, la incertidumbre de cómo será ese mañana al que nos hemos acostumbrado en pocas semanas a no poner fecha. Donde todo antes estaba claro, en el marco de un futuro cierto, previsible, ahora aparecen incógnitas de todo tipo.
 
 
NOS HA FALTADO ESTADO

Y seguimos agotando nuestra capacidad de asombro mientras contraponemos las imágenes de hombres insignes, reputados, que se saltan a la torera el confinamiento al que los demás nos sometemos voluntariamente a diario, mientras los manteros reúnen sus máquinas de coser para fabricar equipos de protección para los demás, o colectivos de todo tipo rediseñan sus centros de trabajo para combatir, cada cual a su manera, esta pandemia que nos azota sin piedad.

El estado de las autonomías ha troceado nuestro país en diecisiete tozos, más dos ciudades autónomas. Y esta estructura política compleja, diseñada en un principio para compensar desigualdades, recuperar el orgullo de lo cercano, acercar la administración pública a sus respectivas ciudadanías, ser más eficiente en definitiva, ha fracasado estrepitosamente en cuanto se ha visto sometida a una tensión real, a un peligro común. Nos ha faltado Estado, porque ante una crisis de esta envergadura como la que padecemos, se requiere unidad frente a un patético sálvese quien pueda.

De nada sirven reuniones telemáticas interminables de los diferentes ministerios con sus homólogos en las diferentes autonomías, o del Presidente de Gobierno con los presidentes de las Comunidades Autónomas si cada cual va con su monotema aprendido y no con un verdadero espíritu de colaboración nacional. Nunca se ha sacado nada en claro de las reuniones de grillos, y sería conveniente que cada cual analizase los fallos y carencias propios antes de criticar los fallos y carencias ajenos.

Además, ni siquiera merecería detenerse un segundo en comentar la actitud de otros que incluso se niegan a asistir a esas mismas conferencias on line, o que se jactan de no cogerle el teléfono al Presidente de Gobierno. Aunque en muchas ocasiones sería pedirles a algunos de estos insignes próceres tanto como a un borrico que lea El Quijote en voz alta.
 
CÓMO SALIR LO MEJOR PARADOS POSIBLE

El Estado, el gobierno de España, ante una situación de alarma como la que nos encontramos, debe serenarse, cerrar los ojos, olvidar los ladridos y concentrarse en cómo salimos mejor parados de esta catástrofe. Y si para ello debe echar mano de los recursos que aún tiene a su alcance, esto es, de la capacidad de sancionar, y tiene que hacerlo sin que le tiemble el pulso. Sed lex, dura lex, como dirían los romanos.

       "Y como no hay nada que más duela a cualquier político que su bolsillo, ahí es donde el Estado debe aplicar su santa medicina"

No hace falta discutir, ni perderse en diatribas interminables: con retener fondos económicos a los insumisos, a los que no respetan a nada ni a nadie, a los que se saltan a diario las normas decididas democráticamente por el Parlamento, se acabaría con la obstinación de muchos de estos tuercebotas que parecen más esforzados en poner pegas de todo tipo, en vez de permitirnos caminar con paso firme hacia la salida de la crisis.

A quien no cumpla, multa que te crió, como diría mi madre. Si una residencia de ancianos no cumple con las exigencias legales pertinentes, cierre del local, y a otra cosa, mariposa. Porque todo lo que sea intentar congeniar y confraternizar con los sinvergüenzas, con los chorizos, con los que saben que con una pequeña multa pueden seguir delinquiendo a sus anchas, no sirve de nada.
 

SANCIONAR DURAMENTE

Si se aplicaran más sanciones económicas contundentes dentro de un sistema legal revisado y corregido en el que la gente no se colara por los resquicios que esas mismas leyes les permiten actualmente, les aseguro que el Estado dispondría de una mejor salud económica y muchas celdas de las cárceles quedarían vacías.

Quiero terminar con un ejemplo de algo que me ocurrió en Londres en el año 1971. Por aquella época, yo era un mozalbete de veinte años, pelo a lo tazón, guitarra en ristre con todo el repertorio de los Beatles a cuestas, y pisando por primera los vagones del Metro. Pues bien, llamó mi atención un cartel de grandes letras que anunciaba en cada vagón la advertencia de no tirar de la palanca de stop del tren, a no ser por un asunto de extrema gravedad.

Y en ese mismo cartel, debajo, con letra casi minúscula, se advertía igualmente de que, en caso de ser usada la palanca sin motivo alguno, el infractor tendría que pagar una multa de…¡quinientas libras! Les aseguro que los ingleses no son más educados que nosotros, pero la magnitud de la sanción y su amor al dinero los invitaba a respetar estrictamente la norma.

 

 

 

 

 

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