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Al salir del cine: MENTIRAS DE NIÑOS (La caza)

César Bardés [colaborador].-

Una pequeña mentira infantil, dicha por un despecho ingenuo y la vida cambia porque el hombre es un animal lleno de rencor. Las palabras de los niños están por encima de cualquier verdad y ese pequeña mentira, esa niñería, se vuelve más grande porque se prestan oídos deseosos de trascendencia. El dolor viene y se instala y entonces todo es ya imparable. Surge la histeria colectiva, la posibilidad de que esa pequeña mentira, tomada como verdad, sea un crimen de grandes proporciones. Mientras tanto, una vida se está destruyendo. Y a nadie le importa más que satisfacer el viejo, viejísimo instinto de la venganza.

Y ya no hay más verdades que escuchar porque esa histeria colectiva se vuelve odio irracional, rechazo sin paliativos, asco mezclado con la furia. Ya no valen las defensas, las excusas o la justicia que dictamina que no hay pruebas, ni motivos. La sociedad ha dictado su veredicto porque hay que dar salida a tanta frustración, a tanta nada revestida de comodidad. El vacío se hace insoportable. Las miradas se tornan acusadoras. La culpabilidad es evidente solo porque una niña, mezclando sensaciones e ideas ha dicho que alguien hizo algo. Y eso basta. El adulto tiene que ser condenado. Sin pensar en ninguna consecuencia posterior. Para empezar, una buena ración de soledad. Para seguir, una retirada inmediata de las amistades. Para terminar, una desconfianza permanente que el tiempo no podrá borrar. Así aprenderá el tipo a no ser un degenerado social, un estúpido al que todo el mundo conoce de toda la vida, un bobalicón del que nadie había sospechado nunca.



La duda se ausenta. No hay beneficio en ella. Solo la verdad ineluctable de una niña que, asustada por las proporciones del escándalo, se desdice. Pero eso lo hace porque tiene miedo. Igual que lo tuvo cuando ese maldito pervertido le puso las manos encima. Los interrogatorios torpes, las exposiciones parciales, las palabras que ponen a seres grises en el centro de la polémica son síntomas de una sociedad aburrida, enferma, que desea que ocurra algo aunque sea una mentira. Si eso cuesta una vida, con todos sus proyectos, sus ilusiones o sus traumas, al infierno. Si la presa no aguanta la caza, más vale que renuncie a esa vida. Lo demás son cuentos de adultos.

Thomas Vinterberg, director de esta demoledora película, tiene a un cómplice de primera clase en Mads Mikkelsen, pleno de mansedumbre en una situación que en ningún momento llega a dominar. Pero aprovecha para dar una bofetada y decir bien a las claras que estamos hechos de odio, de envidia, de absurdas inferioridades que tratamos de suplir con desprecios inútiles y protagonismos disfrazados de superioridad. El espectador se siente implicado en unos problemas que pueden estar cerca de cualquiera a poco que un niño abra la boca. Más que nada porque todos estamos dispuestos a creer barbaridades del que se nos ponga por delante. No hace falta que sea famoso. Basta con que sea uno de los nuestros. Y entonces causamos un dolor inmenso a aquellos que creen que son nuestros amigos. Porque estamos negando lo básico que necesita cualquier ser humano y no es otra cosa que la confianza, el tener la seguridad de que tendremos un apoyo cuando las cartas vienen muy mal dadas. Y aún es peor cuando aceptamos con impasibilidad los comentarios ignominiosos de la gente, suplicante de cotilleo y de tomar parte en el escándalo que nunca debió tomar forma. Eso es una caza sin cuartel, sin piedad. Disparamos hacia los que tienen sobre ellos una forma de sospecha sin más consideraciones. Y no deberíamos hacerlo. Porque no tenemos derecho, pero, también, porque no podemos igualarnos con los delitos que creemos que han cometido. No somos cazadores. No somos nadie si creemos que un niño siempre dice la verdad. Y hay muchos niños que ya son muy mayores.

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