Escenarios madrileños: “Café Gijón” (2ª parte)
Félix Arbolí [colaboraciones].-
Continúo con el “Café Gijón”, el local ideal para abrirse camino en el competitivo y difícil mundo de la pluma y la escena. Me refiero a los años cincuenta y sesenta. Hoy es solo una referencia a un pasado espléndido que ya no se repetirá. Allí alternaban los ya consagrados, junto a los que aspiraban a serlo y aquellos que “revoloteaban” en el entorno intentando el encuentro y autógrafo del ídolo que acababan de ver y admirar en el cine de su barrio o de la Gran Vía.
El “Gijón” de entonces solo tiene en común con el actual su nombre y la decoración interna del local, que se conserva. Su nuevo propietario tampoco guarda relación con los nietos de la longeva dueña del local, que en aquella etapa lo dirigían.
Cuando ésta cumplió los cien años, los artistas, escritores y poetas asiduos del legendario café, la obsequiaron con pinturas, dibujos y poemas, que ornaron sus paredes como exponentes de ese entrañable homenaje.
Muchas eran firmas consagradas y cotizadas. No me he dado cuenta si aún se conservan o no entraban en el lote de su venta. En mis visitas a este antiguo “templo” del arte y el saber, siempre me emociono y fluyen a mi memoria personajes y vivencias que solo desaparecerán conmigo. Algo que me hace retroceder a un ayer, ni mejor, ni peor, solo diferente.
Uno de los supervivientes de aquella época es Álvaro de Luna. Lo conocí cuando aún no había alcanzado su enorme popularidad gracias a su magnífica interpretación de “El Algarrobo” en “Curro Jimenez”. Con Álvaro, tuve una fluida amistad y cambiábamos impresiones cuando nos encontrábamos en nuestras correrías nocturnas.
Días pasados en una de mis últimas visitas al local lo vi y lo saludé. Dio la impresión de haber visto a un fantasma. No sé si habré cambiado tanto, que apenas me reconoció o que creía que ya no debería figurar entre los vivos.
MARÍA ALBAICÍN
Algunas noches, yendo con Wagner, mi fotógrafo y amigo (una ausencia lamentable y muy dolorosa), me lo encontraba en “El Corral de la Morería”, una de mis últimas paradas. En este tablao, prestigio y solera en las noches madrileñas, actuaba una gran amiga, María Albaicín, mujer y bailaora excepcional, ya separada del torero catalán Joaquín Bernardó.
Recuerdo que nos citamos en el café “La India”, en la calle Montera, ya inexistente, para entrevistarla. En un momento dado, me excusé y fui al aseo. Al final, llamé al camarero y solicité la cuenta. Me sorprendió al indicarme que la había pagado la señorita. Incluso el paquete de cigarrillos americanos.
Un tanto confuso le dije que no debía haberlo hecho, pues era yo el que la había citado. En mi Andalucía de entonces nunca pagaba la mujer si la acompañaba un hombre. Hoy no lo sé. Me contestó “que era ella la que estaba agradecida y que era más valioso el tiempo que yo le había dedicado”. Entonces el periodismo era una profesión valorada y respetada.
Por cierto, la dueña del café “La India” se casó con un gaditano y veterano amigo desde los tiempos que trabajábamos en Radio Juventud de Cádiz. Se llamaba Manuel Gómez Pizones, “Magopi” y al llegar a Madrid logró entrar en “Televisión Española”, cuando solo existía una cadena y tenía su sede en el Paseo de la Habana.
Por cierto, el “curriculum” para su ingreso se lo escribí yo en la Oficina de Prensa del ministerio de Marina, entonces mi lugar de trabajo. Sé que el matrimonio se separó, pero no he vuelto a saber nada de él.
LUCERO TENA Y SARA LEZANA
En “El Corral de la Morería”, conocí también a las artistas que sustituyeron a María Albaicín, la mejicana Lucero Tena, reina indiscutible de las castañuelas, pues las domina como nadie. Actuó en varios conciertos y en el Vaticano ante el mismo Papa.
Luego estuvo la joven actriz y bailaora flamenca Sara Lezana, a la que di la noticia de que había sido elegida para protagonizar la película “Los Tarantos”. Fui el primero que lo supo, pues momentos antes había estado con el dramaturgo Alfredo Mañas, autor de la obra y lo acababa de decidir con el director Rovira Beleta, que tuvo dos películas nominadas al Oscar, una de ellas, la citada. No se me olvida la enorme alegría y los gritos que daba esta jovencísima artista cuando supo la noticia.
A Álvaro de Luna, le debo asimismo la primicia del percance sufrido por Paquita Rico en escena, protagonizando “Bodas de Sangre” en el teatro. Tuvo que suspenderse la función y ser sustituida al día siguiente, sin apenas ensayar y con gran éxito, por Gemma Cuervo.
Entonces Paquita estaba casada con el torero Juan Ordoñez, (Juan de la Palma), el gran amor de su vida. Álvaro me contó que era angustioso ver el llanto de este hombre tras las bambalinas ante el incidente sufrido por su mujer. El matrimonio duró cinco años hasta la muerte de forma voluntaria del torero.
PAQUITA RICO
Hablando de esta actriz, recién llegado de Andalucía, donde el pudor de la mujer era un concepto muy arraigado en aquellos años, fui con Wagner para entrevistarla en su casa. Vivía, creo recordar, en Flor Baja, un lateral de la Gran Vía y cercana al domicilio de Maria Fernanda Ladrón de Guevara, una gran actriz, con la que me gustaba pasar algunas tardes de grata e interesante tertulia, madre de Amparo Rivelles y Carlos Larrañaga.
He de aclarar que siempre he sentido una gran admiración por los ojos, la belleza y la simpatía que irradia Paquita. Al llegar fue ella quien nos abrió la puerta. Yo estaba nervioso pensando que iba a conocer personalmente a una de las actrices que más admiraba.
Nada más entrar y hacer las presentaciones y besos de rigor, ella, que tenía gran amistad con mi compañero, se abrió la parte delantera del vestido para enseñarle un doloroso grano que le había salido en la espalda. Era la primera vez que veía a uno de los “monstruos sagrados” de nuestro cine mostrando parte de su intimidad. Algo que luego ya no tuvo importancia alguna en mis encuentros y entrevistas. Fue mi bautizo emocional. (Continuará).
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